Hay palabras o expresiones en el lenguaje que, por ser tan manidas, dejan de inspirar reflexión y no siempre les prestamos la atención debida en cuanto a su significado. Una de ellas es la palabra diálogo.
Los políticos la usan a menudo; no hay tratamiento psicológico que no lo precise, ni amistad, ni relación humana posible. El diálogo es quizá el único puente entre el aislamiento que constituye a cada ser, lo que nos abre paso para llegar a otro ser distinto; es el hilo con el que coser los botones que somos cada uno para formar parte del tejido, de la gran configuración universal. Decía Hölderlin que la humanidad es un coro, un diálogo, y podemos oírnos unos a otros.
El universo es un cosmos, formamos parte de él; se precisa la orquesta, no el ruido de nuestros particulares instrumentos desafinados. Se necesitó el lenguaje para que se desarrollara nuestro cerebro desde la infancia, y cuando el diálogo fracasa queda el pensamiento, que es un diálogo interior abriéndose camino entre sus interlocutores reales o imaginarios.
Dialogar es difícil, podríamos preguntarnos por qué. Quizá porque precisa de actitudes previas, todas ellas relacionadas con la delicadeza y con la atención, con la escucha y con la admiración que siempre debería despertar en nosotros el otro ser humano por el hecho de ser. Tenemos más prisa en exponer nuestro pensamiento que en averiguar qué piensan los demás. Nos gusta mostrar nuestra cota de poder y cerramos las puertas. El diálogo es relación.
La naturaleza se sostiene ahí con su diálogo callado; el árbol ofrece su fruto, se mantiene a la espera de una mano, y el bosque recoge el diálogo entre los árboles; el sol emite rayos para un receptor, para una piel oscurecida. Sin humildad y curiosidad no nos escucharemos. Se precisa atención, que consiste -como decía Simone Weil- en suspender el pensamiento, dejarlo disponible estando a la espera para recibir otra verdad. La conversación es diálogo; la escritura y la lectura; la construcción; todo el arte en general es el producto de un creador a la búsqueda de su receptor; el agua y la sed; la sed y el agua; la ciencia; el sobre y el sello; el dedo y el anillo... Así como cada músico en una orquesta aguarda el momento de su propia ejecución, deberíamos comportarnos quizá todos nosotros para que las relaciones humanas se asemejasen más a sinfonías y no a ensayos eternos entre el ruido y la incomprensión.