
La leyenda negra que pesó sobre España fue una compilación de fake news que, alimentada especialmente en Inglaterra y Francia, y potenciada por la reforma protestante, buscaba debilitar al que en aquellos días era el país más poderoso del continente. «Comesta polo tempo», como diría Cabanillas, y enferruxada por la buena historia, la leyenda negra está en franca recesión en todos los países de Europa, excepto en España, donde «la generación mejor formada de todos los tiempos» sigue elevando el nivel de autodesprecio que siempre practicamos, y en Hispanoamérica, donde pervive la idea de que su prestigio aumentará si disminuye el nuestro, o si, en vez de llamarse Manolo o Antonio, se llaman Wilhelm o Kevin.
La expresión más tópica de nuestros debates políticos es que «esto no pasa en ninguna parte», sin que a nadie le importe que tal bobada esté siempre desmentida por la actualidad internacional. Los españoles somos una revirada mezcla de complejos, que disfrutamos flagelándonos. Y por eso no reparamos en que simultaneamos la leyenda negra con muchas fachendas que contradicen su relato, ya que no es posible que un país tan fracasado como pintamos, haya generado nuestro inmenso patrimonio, nuestras lenguas y literaturas, y esos científicos que se rifan -según parece- en los países más avanzados.
Tampoco se explica que un país tan cutre y desgarbado sea la segunda potencia turística del mundo, que compite por estar a la cabeza de todas las actividades sociales que sintetizan los avances de la civilización, como la gastronomía, los cultivos de la vid y el aceite, la agricultura y los modelos alimenticios, la música popular más compleja y profunda del mundo -que es el cante jondo-, y la preocupación por una España vaciada que solo existe porque antes estuvo llena y ordenada.
Todo esto viene a cuento de la exposición que organiza el museo del Prado sobre las mitologías que Tiziano pintó para Felipe II entre 1553 y 1562, que iniciaron una cultísima temática en la que, durante los siglos XVI y XVII, participaron los mayores genios de la pintura universal. Podríamos preguntarnos, por ejemplo, por qué la monarquía española financiaba dichas obras; o qué nivel alcanzó el Renacimiento en España; o qué cultura hay que suponerle a quien, en vez de ser célebre por sus bacanales, lo es por el mecenazgo de obras de arte que condujeron a España a su Siglo de Oro.
Pero no. A nosotros nos basta con decir que Felipe II era un catolicón sañudo y obcecado, que vestía de negro, y no quiso ser luterano. No necesitamos saber si al decir tal cosa estamos entrando en una estúpida contradicción que solo demuestra el desprecio de lo nuestro y la ignorancia de lo que por entonces hacían los demás. Porque, al sentir un gusto irrefrenable por lamernos las heridas, necesitamos coleccionar a los monstruos que nos las hicieron, y ocultar la inevitable eclosión de nuestra excelencia. Porque la cultura exige orgullo y libertad de espíritu, y hasta ahí, vive Dios, no nos vamos a rebajar.