Ciudadanos construyó su proyecto político nacional sobre dos pilares básicos: la lucidez de su hiperactivo presidente y un programa basado en la versión moderada y españolizada del neoliberalismo progresista. Su discurso, centrado en la meritocracia y el crecimiento económico, consiguió agradar tanto a la facción menos conservadora del PP como a la más centrista del PSOE, y muchos votantes sintieron atracción por su posicionamiento de candidatura bisagra, capaz de pactar a ambos lados y controlar a la vieja guardia de los partidos tradicionales. En cierto modo (con permiso de Podemos), supuso una modernización de la política española.
Su crecimiento fue constante hasta que en las elecciones generales del 2019 llegó a obtener 57 escaños con más de 4 millones de votos, quedándose a solo 200.000 de un PP que vio seriamente amenazada su segunda plaza. Pero entonces llegó la debacle de su líder, que en su delirio de grandeza sintió que era el momento de lanzar un órdago a todo el espectro de la derecha española apoyado en la visceralidad del debate territorial. Craso error. Fue señalado como el culpable de la división del electorado de la derecha, sus votantes de centro se sintieron huérfanos, y su excesiva gesticulación acabó con uno de los mayores batacazos electorales de la historia de la democracia.
Así tomó el relevo Inés Arrimadas, que se encontró un partido sin partidarios y un bagaje político manchado por el barro al que su anterior jefe intentó llevar la batalla electoral. Su primera misión fue tomar el control, lo que le resultó extraordinariamente sencillo amparándose en los éxitos conseguidos en la difícil arena catalana. La segunda ya sería más complicada: dándose cuenta de que el espacio de la derecha estaba saturado por Vox (un partido nuevo en expansión con una moderna política de comunicación) y por el PP (con una masa de votantes relativamente fiel) decidió tomar distancia para volver a la moderación y presentarse de nuevo como opción centrista, capaz de arañar también un buen puñado de votos a la izquierda. Para ello requería una estrategia lenta pero decidida, a la espera de una oportunidad que no tardaría en llegar: en un momento en el que la posición del PP era «manifiestamente mejorable», castigado por los escándalos del pasado y con un líder nacional cuestionado, Arrimadas lanzó su ataque en forma de moción de censura en el Gobierno murciano, la más débil de sus alianzas territoriales. El movimiento tiene tanta lógica como riesgo: difumina la foto de Colón, intenta poner el foco en la corrupción del PP, y vuelve al centro político de la mano del socialismo, presentando una declaración de intenciones para su asalto a la Moncloa. Justamente cuando la coalición progresista PSOE-Podemos está dando los primeros síntomas de fatiga. Por el momento, las consecuencias ya han sobrepasado las previsiones. Ayuso ha aprovechado la ocasión para doblar la apuesta en Madrid, la dirección nacional del PP ha lanzado una opa hostil sobre Cs, y en Murcia la moción de censura ha topado con el transfuguismo, lo que podría remover todo el espacio de centroderecha. En Vox se frotan las manos.