No sé si alguno de ustedes lo recuerda, pero hubo un ministro de Sanidad que se llamaba Salvador Illa. Su gestión de la pandemia del coronavirus fue desastrosa. Consiguió situar a España como el país con peores datos en número de contagios y fallecidos de toda la Unión Europea y uno de los peores del mundo. Cuando el virus mataba ya a destajo en la vecina Italia, autorizó una manifestación masiva como la del 8M. El caos en la compra de material sanitario fue total desde el primer minuto. La descoordinación, la continua rectificación y la arbitrariedad en la toma de decisiones, amparándose en un «comité de expertos» que resultó ser falso, fue la tónica habitual. Illa, sin embargo, hablaba bajito y en tono monocorde. Y eso, unido al hecho de que aparecía todos los días en la televisión, fue suficiente para ser designado como candidato del PSC. El efecto Illa iba a cambiar para siempre la política catalana. El hombre tranquilo iba a presidir la Generalitat. El desafío secesionista se iba a disolver como un azucarillo, porque Illa amansaría con su susurro hipnótico a ERC y su pausada equidistancia atraería a los republicanos al eje del bien para gobernar juntos de acuerdo con la Constitución. Hoy, sin embargo, Illa es un espectro político que vaga sin rumbo ni proyecto, al que no le han dejado presentarse a una investidura para la que no tenía un solo apoyo, y Cataluña afronta otro aquelarre separatista.
En lo único que se ha traducido el efecto Illa es en un debilitamiento del constitucionalismo y un refuerzo del bloque independentista que, lejos de templarse, se radicaliza. ERC no ha pactado el Gobierno de Cataluña con el PSC, sino con los anarquistas antisistema de la CUP. Y, además de reiterar su apuesta por otro referendo ilegal, lo primero que han acordado después de meses de terrorismo callejero en las calles de Barcelona no es el restablecimiento del orden público, sino el desarme de los Mossos, prohibiéndoles utilizar ni siquiera proyectiles de espuma. La prioridad es proteger a los vándalos y evitar daños a quienes queman, roban y allanan la propiedad privada. Lo próximo será probablemente quitar a los policías la porra y el casco y darles una pistola de agua.
La prioridad es proteger a los vándalos y evitar daños a quienes queman, roban y allanan la propiedad privada.
El destino del apacible Illa es ahora asistir pasmado a esa desvergüenza antidemocrática, en la que todavía faltan por conocer las grandes aportaciones del prófugo Carles Puigdemont, devenido ya en caricatura de un Napoleón loco, que pretende condicionar la entrada de Junts en el Gobierno catalán a que la Generalitat se limite a despachar los asuntos ordinarios mientras él comanda desde su palacete de Waterloo una república catalana de la señorita Pepis, pero oficializada y con cargo a los fondos públicos. Con esta tropa, que exige además una amnistía para los golpistas si se pretende negociar nada con ellos, es con la que el Gobierno promete sentarse en una mesa para hablar sobre la autodeterminación.
El efecto Illa acabó siendo el defecto Illa. Cataluña está peor que antes. Pero, eso sí, aunque él ya no es el ministro, el caos en Sanidad sigue siendo el mismo.