Toni Cantó se ha convertido en el prototipo del político chaquetero, un saltimbanqui que va de un partido a otro en busca de un suculento sueldo público. Salió huyendo de la quema en UPyD y se refugió en Ciudadanos, que abandona ahora, cuando es un Titanic a la deriva. Tras dar el portazo a Arrimadas con un histrionismo impostado digno de un pésimo actor, dijo que iba a volver a su profesión. Era mentira, claro. Estaba negociando su inclusión en la lista de Ayuso en la Comunidad de Madrid, impuesto como paracaidista por Pablo Casado. Le da igual ser diputado en el Congreso, la Comunidad Valenciana o Madrid, incluso lo sería en Sebastopol si estuviera bien pagado. Si el empadronamiento no lo impide, obtendrá su escaño sin despeinarse. La hemeroteca está siendo tan cruel como justa con Cantó, que llegó a decir que Casado era el blanqueador del «partido más corrupto de España», al que tildó de «máquina de corrupción masiva». Pelillos a la mar. Todo sea por la sacrosanta unión del centro-derecha, en la que evidentemente se echará mano de la ultraderecha de Vox cuando sus votos sea necesarios. En sus ya largos años en la política, Cantó ha aprovechado sus dotes de actor, porque ciertamente lo que ha hecho es «actuar» en cada partido al que ha pertenecido. Y van cuatro. Ha dicho lo que (le) convenía en cada momento. Y así se ha ganado la vida desde hace más de un decenio. El teatro lo hacía en las cámaras legislativas. Cuando en el 2013 lo entrevisté, tras haber publicado un tuit en el que sostenía que la mayoría de las denuncias por violencia de género eran falsas, me dijo: «es muy importante lanzar el mensaje de que la política no es una mierda, sino cierta forma de hacer política». Tenía toda la razón. Toni cantó.