De las historias políticas anteriores a la Semana Santa, una de las más divertidas, pero al mismo tiempo inquietantes, es la del alcalde de Palma de Mallorca y el cambio de tres nombres del callejero de la ciudad. Todos los lectores lo recuerdan: los nombres son los de los históricos almirantes Cosme Damián Churruca, fallecido en 1805 en la batalla de Trafalgar; Federico Gravina, también héroe de la batalla de Trafalgar, fallecido en 1806, y Pascual Cervera, superviviente de la Guerra de Cuba y ministro de Marina, que falleció en 1909.
Naturalmente, nadie que no haya leído la historia de España de los siglos XVIII y XIX o el libro Trafalgar de Pérez Reverte tiene la obligación de conocer estos nombres, por venerados que sean para la Marina española. Pero, cuando un alcalde adopta la decisión de borrarlos del callejero, se supone que tiene alguna razón histórica de peso. En Palma de Mallorca lo que relució ha sido precisamente lo contrario, el desconocimiento histórico. Lo confesó el propio alcalde, señor Hila: «Reconozco que no sé quiénes son esos almirantes, no he profundizado en esa parte de la historia». Y como no había profundizado y se supone que, al ser almirantes, eran militares, tenían que ser franquistas. Brillante.
Si esa explicación resultó llamativa, mucho más lo son las que se dieron con anterioridad. La primera dijo que las calles se llamaban así no por las personas, sino por los barcos que llevaban esos nombres y habían participado en la Guerra Civil. La segunda argumentó que la denominación de las calles había sido acordada durante el régimen de Franco, con lo cual podría llegarse a la peregrina conclusión de que habría que volar los pantanos o cualquier otra obra civil construida durante la dictadura. Y podría llegarse a una conclusión todavía más absurda: cuando se desconoce un nombre que no tenga resonancias progresistas, tiene que ser franquista. Por lo tanto, eliminado.
A esas aberraciones lleva la incultura y el desconocimiento cuando algunos tratan de aplicar la memoria histórica o democrática. Naturalmente, como rezaban los textos escritos a pecho descubierto del movimiento Femen que hace unos días se enfrentó a un acto de exaltación franquista, a una dictadura «ni honor, ni gloria». La Ley de Memoria Histórica está pensada con esa finalidad y, sobre todo, con la finalidad más incumplida: que los restos que todavía permanecen en fosas comunes y en cunetas puedan encontrar un lugar noble de enterramiento. Pero el suceso de Palma debería requerir que hubiese también una norma y una autoridad que impidiesen esas tropelías. Si hay que retirar el homenaje a alguien, hágase de acuerdo a su biografía; pero no de acuerdo a la confesión de ignorancia de un alcalde. Ese episodio, que corre el riesgo de quedar como una simple anécdota, es el doloroso ejemplo de las injusticias que se pueden cometer.