En política, ya lo dijo Tarradellas -aunque con escaso éxito entre sus actuales correligionarios-, se puede hacer de todo, menos el ridículo. Y pocas cosas hay más grotescas que escuchar a un dirigente político echando la culpa de sus malos resultados, de su escasa valoración entre los ciudadanos y de su deficiente liderazgo en su partido al empedrado, a la maldad congénita de sus rivales, a que los votantes se están equivocando, a la proliferación de fuerzas políticas en su mismo espacio ideológico o a una conspiración judeomasónica que aúna todos estos factores. Algo de eso es lo que venimos observando en el presidente del PP, Pablo Casado, al que podríamos calificar ya como el líder que más ha defraudado las grandes expectativas depositadas en él. El equivalente político de lo que en lo futbolístico serían Coutinho en el Barça o Gareth Bale en el Real Madrid.
Lleva Casado desde que llegó a la presidencia del PP responsabilizando de sus sucesivos fracasos electorales a la herencia que ha recibido en el PP y a la división en el centroderecha, sin asumir responsabilidad alguna en esa fractura. Y planteando como un axioma que los conservadores no volverán al poder hasta que los votantes de Vox y de Ciudadanos le entreguen a él mansamente su papeleta, no por sus méritos políticos o por su proyecto para España, sino simplemente por el voto útil, mientras él gira cada día en función de las circunstancias para rebañar sufragios de aquí y de allá.
El problema para Casado es que el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijoo, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ya le han demostrado, desde posiciones políticas que se sitúan en las antípodas, que el liderazgo y el éxito electoral no se alcanzan con un discurso cimbreante y adaptable a cada territorio y cada momento, sino con la defensa de unas convicciones políticas firmes e ilusionantes, sean las que sean. Es decir, que el problema es él. No es verdad que mientras el votante de Vox y de Cs no se eche en brazos del PP porque sí, y porque es lo que conviene, como sostiene Casado, la izquierda se vaya a perpetuar irremisiblemente en el poder.
En Galicia, Feijoo ha reducido a Ciudadanos y a Vox literalmente a la nada, no por el voto útil, sino porque los potenciales votantes de esas dos formaciones en Galicia lo ven como un dirigente más capaz y asumen su proyecto moderado. Y, en Madrid, Ayuso, con un discurso casi opuesto al de Feijoo, tiene a Cs al borde de ser extraparlamentario y a Vox en caída libre, pese a que esas dos fuerzas sostienen propuestas radicalmente contrarias. Se llama liderazgo. Carisma. Y consiste en sumar a los votantes a un proyecto fiable, y no cambiar de estrategia función de lo que indican cada día los sondeos. En julio, Casado fue a Galicia y puso a Feijoo como ejemplo de la gestión que él haría si fuera presidente. Ahora, se arrima a Ayuso y asegura que actuaría igual que ella si llega a gobernar. Pero Casado no ganará nunca a la izquierda con ese discurso del camaleón, sino demostrando que tiene para España un proyecto propio. Y mejor.