¿Vamos a vivir siempre en este estado de crispación y enfrentamiento, o vamos a ser capaces de regresar a la cordura? Esta es una de las cuestiones trascendentales que debemos plantearnos, después de meses y meses instalados en la hostilidad, el desafío y las amenazas. Porque parece como si hubiésemos normalizado las provocaciones, las trifulcas y la violencia verbal y la no verbal; sabiendo que la violencia dialéctica es la antesala de la furia más cruel.
Como en todo, también en nuestra convivencia se van superando etapas. Y cuando creíamos que ya no era posible dar un paso más hacia la intolerancia y el odio, resulta que aún queda espacio para hacerlo. Pasamos del dóberman, del chantajista, histérico y oportunista, y del chusquero de la política, a acusar de promover la pederastia y ser socios de los terroristas. Nos escandalizábamos cuando Alfonso Guerra calificaba a la derecha de minar la convivencia. Pura candidez.
Y esa escalada verbal, esa permanente descalificación, ha dado paso a un clima general de desprecio y rencor que se traduce en la recuperación de la retórica guerracivilista, incidentes permanentes en la campaña electoral de Madrid y amenazas de muerte a diestro y siniestro, al mejor estilo de la mafia calabresa, la llamada Ndrangheta, que también intimida enviando balas a sus amenazados. Interesadamente se lo achacan a seres trastornados, como si estos no hubieran causado cientos de muertos. También Anders Breivik, que mató a 77 personas en Noruega, fue calificado como enfermo mental. Y esto ocurre cuando luchamos denodadamente contra una pandemia que se ha llevado por delante a cien mil personas y cuando debíamos tener todos los esfuerzos concentrados en esa batalla.
Alguien ha de poner fin a la sinrazón e irresponsabilidad de nuestras clases dirigentes, porque ya sabemos que ellos son incapaces de hacerlo por sí solos. Están confortablemente instalados en la pelea.
Esta misma semana, el Eurobarómetro nos informó que el 90 por ciento de los españoles desconfía de los partidos políticos. Es decir, de sus mandarines. Y vista la situación, no parece mucho. Lo que no dice es lo que pensamos hacer para acabar con esta deriva. Una deriva arriesgadísima.