Entre la tormenta Filomena y las elecciones de hoy, llevamos lo que va de año hablando de Madrid. Se habla tanto que el diario La Vanguardia de Barcelona le dedicaba este domingo siete de sus ocho páginas de información nacional y un mínimo de seis artículos firmados. No hay nada como una desgracia o las urnas para hacer que los medios se fijen en una ciudad o en una comunidad autónoma. De Galicia, por ejemplo, no se volvió a hablar fuera de sus fronteras desde las últimas elecciones autonómicas, salvo para la estadística de contagiados de covid, las vacunaciones y las lluvias torrenciales de la semana pasada. Con nuestra tierra ocurre aquello que decía Reagan de sí mismo: que si desapareciera una semana de la Casa Blanca, nadie se daría cuenta.
Pero lo de Madrid, además, es como una seducción. Fíjense cómo será la cosa que hasta hubo crónicas que recogieron el himno de la comunidad, que no ha escuchado nadie que no sea diputado regional, alcalde o concejal. La cerveza ha sido elevada a categoría de bebida política, naturalmente de derechas por la promoción que le hizo Ayuso, que ya no tendrá más remedio que imitar a Múnich y convocar la Oktoberfest, fiesta de la cerveza, digna sucesora del café con leche in the Plaza Mayor de la entonces alcaldesa Ana Botella. Y hemos descubierto, además, que hay una libertad a la madrileña que tiene asombrado a medio universo y que, si usted se divorcia, tiene que ir a Madrid, donde está demostrado que nadie se encuentra con su ex. Esto es algo que no se había lucido en una campaña electoral. Y lo más grande: puede dar una mayoría absoluta, que ayer le leí a alguien que el mérito de ahora es descubrir «las pequeñas libertades», detalle en que no había caído ningún político tradicional.
Claro: con estas condiciones, no es de extrañar que la campaña electoral de Madrid haya sido electrizante. Se mezclaron esas pequeñas libertades con la libertad en mayúscula que presidía los carteles de Ayuso. Y con la normalización del fascismo que descubrió Pablo Iglesias. Y con un señor Gabilondo que presume de soso, algo tampoco nunca visto en campaña en ningún lugar del mundo. Y con unos empleados de Podemos que dan candela a policías. Y con una Rocío Monasterio que echa a Iglesias de un debate. Y con un Edmundo Bal con más moral que el Alcoyano. Y con una presidenta de Nuevas Generaciones del PP que da el gran argumento para votar a Ayuso: «Más vale malo conocido». Y con una Mónica García, la gran revelación que, agotados todos los piropos a la capital, no le quedó más remedio que terminar así un párrafo de mitin: «Madrid es la hostia».
Todo ha sido sensacional, vociferante, imponente, agresivo, hiperbólico, duro, entretenido, excluyente, integrador, desafiante, a veces rastrero y a veces sublime. A partir de hoy nos vamos a aburrir. Necesariamente nos tenemos que aburrir.