Durante el confinamiento he tenido un sueño recurrente. Una voz me conminaba a leer los Comentarios a la guerra de las Galias, de Julio C... (el apellido no se entendía muy bien, como cuando falla la cobertura). Al principio -porque sé que hay otras Galias además de la nuestra, y todas están en Francia- pensé en Julio Verne, pero enseguida me di cuenta de que no, de que se trataba de Julio César. Y yo, que soy muy bibliófilo (no de los biblios en general, sino de la Biblia), emulé a Abraham, a Jacob, al faraón de José, y le pedí a mi amigo Fran, el librero de Xiada, que me lo consiguiera, no vaya a ser que me estuviera perdiendo un milagro. Y me entregó una edición académica, es decir, un poco mema, con tontas notas al pie (del editor, no de Julio) que en seguida me acostumbré a no leer. Pues bueno, allí se encerraba todo Astérix, que ya se ve que es un plagio descarado, pero no con la alegría y la gracia que le ponen Uderzo y Goscinny -o los que lo hacen ahora, que esta franquicia ya parece el trío de Los Panchos-, sino con decenas de miles de muertos despanzurrados. Eso, claro está, me pareció muy entretenido. Lo malo es cuando César, que habla de sí mismo en tercera persona, como hacía Fraga Iribarne, describe las costumbres de los galos, y, entre ellas, explica que los varones tienen derecho de vida y muerte sobre sus mujeres y sus hijos, y que eran muy aficionados, cuando morían, a llevárselas por delante. Y aquí, a veces, parece que las cosas no han cambiado mucho.