
No es una película de ciencia ficción, ni una novela distópica: en Japón, se acaba de crear un Ministerio de la Soledad. La medida ha sido tomada, en gran medida, por el preocupante aumento de los casos de suicidio como consecuencia de la pandemia. Parece que son dos los motivos que han llevado a este incremento: por un lado, a los japoneses se les impide, por razones culturales, mostrar sus debilidades y se les exhorta a contener las emociones, con el consecuente enquistamiento del dolor. Por otro, las redes sociales hacen que la gente viva de cara a la galería, teniendo que cultivar la narrativa del éxito y de la felicidad eterna, que en realidad solo genera estrés y desaliento. Hasta tal punto es un problema la soledad en Japón que existe un robot que te toma la mano cuando te sientes solo, o un hombre que, como ocurría en La Casa de las Bellas durmientes, del escritor premio nobel Yasunari Kawabata, se gana la vida cobrando por hacer compañía en silencio (en la novela, los hombres maduros pagan por dormir con mujeres jóvenes previamente narcotizadas, pero con la condición de que no se realizará ningún acto sexual).
Un ministerio con este nombre sonaría a risa en España y, sin embargo, tiempo al tiempo. El año pasado, durante la pandemia, la soledad tomó a los ancianos por el cuello y ya no los soltó. Actualmente, una de cada cuatro viviendas familiares está ocupada por una única persona, mientras que el número de españoles que viven solos va en aumento (supone el 10,4 % de la población), y la mayoría son mujeres mayores de 65 años. Además, como son tiempos complicados para las reuniones, los eventos sociales o los encuentros entre amigos, la soledad, monstruo insaciable, también se ceba de los más jóvenes.
Soñamos con todo lo que volveremos a recuperar cuando termine la pandemia. El fin de la soledad es una de estas cosas, pero el problema es que esto (como la tecnología, el teletrabajo o la supresión de los besos y los abrazos) también parece haber venido para quedarse. «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí»”, dice el microrrelato de Augusto Monterroso. Ay, ¡qué hartura!