A veces, lo mejor es regresar a los cuentos de hadas de nuestra infancia para iluminar el significado oculto de ciertos comportamientos humanos. Recuerdo que la parte que más me fascinaba del cuento de la Cenicienta no era la calabaza convertida en carroza, ni el vestido, ni el baile, sino la escena en que llegaba el príncipe a la casa para que las hermanastras se probaran el zapatito de cristal. Imaginaba los dedos como salchichas de esos dos adefesios buscando su camino a través de la estrecha cavidad del cristal, los gritos sofocados por la excitación, y cómo el zapato, al cabo de un rato, saltaba por los aires. Cuando por fin era Cenicienta quien se lo probaba, y el zapato encajaba a la perfección, la envidia refulgía en los ojos de las hermanastras. Era una envidia espesa, que, en mi imaginación, casi se podía tocar.
Mi madre me contaba que todo esto venía de una tradición oriental: en la antigua China se vendaban los pies a las niñas, no solo para que no les pudieran crecer, sino también para que adquiriesen una forma de loto, atrayendo así a posibles maridos. Aquella cruel costumbre, de la que aún se hace eco el cuento de hadas, no era nada comparado con la versión real de los hermanos Grimm de la Cenicienta, de la que tuve conocimiento años después.
Por lo visto, Disney siempre pensó que los niños debían vivir en un mundo idílico, poblado de seres buenos e inocentes, al margen de la violencia. Por eso, censuró la verdadera historia en la que la hermanastra mayor se corta el talón y los dedos para que el pie entre en el zapatito. Lo peor de todo es que fue la propia madre quien le aconsejó hacerlo: «Córtate el dedo, hija, cuando seas reina no necesitarás ir más a pie».
En cuanto pasamos del érase una vez, los cuentos de hadas nos introducen en la vanidad, la glotonería, la envidia, la codicia, la mentira o la pereza. Pero todo esto quedó más o menos censurado por Disney. Además del detalle truculento de los dedos, en el cuento de Cenicienta se obvió que, más adelante, unas palomas arrancasen los ojos a las hermanastras. En La bella durmiente, por poner otro ejemplo, se omitió la violación que sufre a manos del príncipe mientras duerme. De esa violación nacen un niño y una niña y la Bella despierta cuando los bebés comienzan a mamar de sus pechos.
Todos estos detalles truculentos entusiasmaban al público adulto, pero no se consideraban apropiados para los menores. Craso error, porque detrás de todas estas historias, hay patrones y arquetipos que, a nivel inconsciente o intuitivo, los niños captan muy bien. La violencia controlada y aislada dentro de un mecanismo de ficción es mucho más pedagógica que todo lo que encuentran a diario con tan solo abrir una pestaña de Internet, o con ver el telediario.
Y es que, en el mundo real, si bien no vamos cortando dedos y talones para que entren en un zapato (espero), sí ocurren otras cosas muy difíciles de asimilar. En el mundo real, los padres secuestran a sus hijos solo para hacer sufrir y para vengarse de las madres. Como ejemplo cercano, el desalmado de Tenerife que a principios de este mes de mayo se despidió de sus padres, les dejó los perros, sacó dinero del banco, eligió un día de mar en calma para viajar en barco y llamó a su exmujer para decirle que nunca más volvería a ver a las niñas. ¿Quién censura hoy este cuento de terror?