Los españoles, amigos de nuestra propia leyenda negra, y dispuestos a flagelarnos a tiempo y a destiempo, hemos conseguido instalar en la opinión pública mundial esa estúpida idea de que solo Camboya tiene más fosas perdidas que nosotros, y que en «este país» no queremos, o no sabemos, lavarnos la cara, como hacen los demás, después de terminar las faenas -nunca mejor dicho- de la historia. Casi parece que en Alemania, Francia o Rusia -en sus imperios, y en las guerras del siglo XX- no pasó nada. Y hasta parece que Bélgica fue al Congo para evangelizar y alfabetizar a los negros. Que Norteamérica está poblada apaches, sioux, cheroquis y cheyenes. O que a los argentinos, chilenos y peruanos les va mucho peor que a los angoleños, ruandeses y senegaleses.
Por eso no quiero pasar por alto el discurso pronunciado por Enmanuel Macron, el pasado jueves, en Kigali, junto al monumento a las víctimas del genocidio que asoló Ruanda en 1994. Macron preside una nación que se considera inventora de la democracia moderna, y que por eso consiguió blanquear su propia Revolución; convertir la Comuna de París en una travesura juvenil, poética e inocente; olvidarse del régimen filonazi de Vichy, y convertir su menguada Resistencia en combatientes heroicos que -vestidos con alpargatas y monos de trabajo- rellenaron el clamoroso vacío que dejaron sus ejércitos en los campos de batalla. Por eso hay que agradecerle a Macron que se arrepintiese en público de algunas falcatruadas democráticas y no democráticas, aunque se haya olvidado, una vez más, de la cruenta guerra y represión de Argelia.
Lo que dijo Macron, impulsado por un súbito andazo de memoria histórica, fue que Francia, aunque no participó directamente en las matanzas, debe asumir una gran responsabilidad en el genocidio de 800.000 hutus y tutsis; que debe «afrontar la historia, y reconocer la cantidad de sufrimiento que ha infligido al pueblo de Ruanda al hacer que el silencio prevalezca sobre el examen de la verdad durante demasiado tiempo» (27 años exactamente). También reconoció que «Francia no escuchó la voz de quienes le habían advertido del peligro, y sobrestimó su fuerza al pensar que podía detener lo peor». Y remachó su «yo pecador me confieso» afirmando que «Francia no entendió que, al querer prevenir un conflicto regional, o una guerra civil, estaba, de hecho, al lado de un régimen genocida».
Si Mitterrand -que presidia Francia en aquel momento- hubiese consultado a Maquiavelo en tiempo y forma, quizá le hubiese advertido de que «el que tolera el desorden para evitar la guerra, tiene primero el desorden y después tiene la guerra». Pero Francia cree que de políticas y revoluciones lo sabe todo, menos lavarse a tiempo. Y por eso están consumiendo, ahora, miles de toneladas de esas habas que se cuecen en todas partes. Y esto, que en modo alguno condena a Francia, ni justifica lo nuestro, debería servir, al menos, para curarnos del grave complejo que tenemos en España de que «esto no pasa en ninguna parte».