Entre España y el País Vasco había un conflicto -decían- que se tradujo en 864 asesinatos, 7.000 víctimas y 3.500 atentados. Y todo ello era resultado -decían- de un conflicto y no de medio siglo de terror. Un conflicto peculiar, en el que unos ponían las pistolas y las bombas y otros los cadáveres. Y un conflicto -decían- que solo podría resolverse mediante el acuerdo entre ETA y los defensores del Estado de derecho. Los segundos (¿te acuerdas, Fernando?) todavía estamos esperando a que todos los que se equivocaron -pues no hubo acuerdo- reconozcan y acepten que ETA fue derrotada por la acción policial y judicial (con la ayuda imprescindible de la ley de partidos) y que los terroristas no recibieron nada a cambio: sencillamente ¡se rindieron!
Ahora, los mismos que hablaban del conflicto político del País Vasco afirman que en Cataluña también existe un conflicto (muy diferente, es verdad, pues por fortuna no hay allí bombas ni pistolas) y vuelven a decirnos desde sus púlpitos periodísticos y universitarios que el conflicto solo podrá resolverse mediante la negociación. Ahora la diferencia, la inmensa diferencia, es que lo hacen con el Gobierno y su presidente a la cabeza.
Tras la intentona golpista que supuso la declaración de independencia, la democracia respondió a los sediciosos con los mecanismos establecidos en las leyes y en nuestra Constitución, como se haría en cualquier otra democracia del planeta: aplicando la ley fundamental y lo previsto en el Código Penal. Los sediciosos, que insólitamente no esperaban tal respuesta, echaron marcha atrás hasta que a un candidato a presidente del Gobierno cegado por la ambición se le ocurrió la idea demencial de llegar a la Moncloa entregándose en manos de los insurrectos.
Lo que luego iba a venir era completamente previsible: que el PSOE se convertiría en el PSC. Y así el Gobierno, que ha perdido en unos meses todo el terreno ganado a los nacionalistas catalanes en años de duro esfuerzo de aguantar su desafío, ha asumido su discurso hasta extremos pavorosos, empezando por la teoría del conflicto entre España y Cataluña y por conceder a los nacionalistas la representación de toda ella. Sánchez podría decir respecto al separatismo catalán lo que aquel personaje de nuestro inmenso García Márquez: en mi Gobierno se hace lo que yo obedezco.
Lo demás ha venido por añadidura: la falsa e inconcebible comparación entre Junqueras y Mandela, la proclamación de que la regulación de la sedición en el Código Penal es excesivamente dura (lo que facilitará una posible impugnación ante el Tribunal de Estrasburgo) y la consideración de la sentencia del Tribunal Supremo como una ¡venganza y una revancha! Y, por supuesto, el apoyo de la intelligentsia presuntamente progresista, que se pregunta, como hace años en el País Vasco, qué salida cabe si no es el apaciguamiento: sentarse a negociar. La respuesta es, por supuesto, la misma que era entonces: aguantar, aplicando las leyes y la Constitución, hasta ganar.