La Constitución protege el principio de libre empresa, marcando los límites en que han de moverse los gobiernos al adoptar medidas que incidan sobre el sistema económico. Así lo recuerda el Tribunal Constitucional que, refiriéndose a la autonomía de las universidades privadas, advierte que determinadas prohibiciones «inciden directamente en una restricción a la libre competencia que sitúa a los operadores privados del ámbito de la educación superior en una clara situación de desventaja respecto de los operadores del sistema público, rompiendo la igualdad de las condiciones básicas del ejercicio de la actividad económica en el ámbito de la educación superior, universitaria». Y, en este sentido, nos recuerda que hay una Ley 20/2013 de garantía de unidad de mercado, y otra, 17/2009, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio.
Duele recordar a la clase política gallega que no olvide que ellos, al igual que nosotros, están sujetos al marco constitucional y legal. Duele sentir que la libertad emana en Madrid y se intenta aniquilar en Santiago.
Galicia no puede prohibir la existencia de universidades privadas, ni impedir que compitan en libertad. Ha de abandonar los debates adanistas. Aún no somos república independiente. El debate conceptual sobre las universidades privadas ya se ha realizado, véase sentencia del Tribunal Constitucional de 22 de mayo del 2019, en la que se afirma que deben tener libertad para competir y para desarrollar su autonomía universitaria. Si nadie en su sano juicio se imagina una educación obligatoria monocolor, cien por cien pública, ¿por qué ha de aceptar verdades únicas en la universitaria? Yendo más allá, afirmando que ninguna administración puede decirle a una universidad privada qué debe impartir, permitiendo que estas puedan ponerse en pie de igualdad frente a las públicas.
Ahora solamente toca que a nuestros políticos no les avergüence defender su marco jurídico, los pilares de su sociedad y sus libertades.