En esas clases de Historia que ya no se estilan en el fragmentado modelo educativo español se descubrían apasionantes figuras que muchos alumnos de hoy ignoran. Uno de aquellos personajes que captaron mi atención era el canciller de hierro, Otto von Bismarck, el padre de la gran Alemania en el siglo XIX, un militar de prestigio que supo armar una estructura de país envidiable durante sus dos décadas como primer ministro. Preguntado sobre cuál era la nación más fuerte del mundo, Bismarck sorprendió a todos los que esperaban el autoelogio con una sentencia inapelable: «España, porque llevan cientos de años intentando hundirla y siempre sale a flote».
El espíritu de Bismarck es el que representan esas miles de personas que ayudan a levantar el país cada día: sanitarios, médicos, fuerzas de seguridad, militares... Todos menos unos políticos que siguen emperrados en salirse con la suya, o sea, en mantenerse en poder, cueste lo que cueste.
Las miles de personas que este domingo, bajo un sol de justicia y la amenaza de una pandemia que no acaba de irse, se manifestaron en Colón no pueden ser ninguneadas. El Gobierno no debería desoír las decenas de encuestas que desde hace semanas recogen el malestar de los ciudadanos con un indulto que los beneficiarios ni siquiera han pedido y que suponen una clara violación del principio de igualdad de todos los españoles.
Violar la ley no puede salirle gratis a nadie. No parece de justicia que el Gobierno de todos los españoles trabaje para que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos cuestione las bases de la sentencia de los presos del 1-O dictada por el Tribunal Supremo. No tiene demasiado sentido que el presidente del Gobierno pida magnanimidad con quien no quiere más que su propio beneficio y el de unos pocos amiguetes que han encontrado en los aledaños del independentismo un filón con el que seguir enriqueciéndose.
Duele ver a los ministros más próximos a Sánchez repetir los menosprecios hacia los manifestantes de Colón. Que Carmen Calvo hable de la «impotencia política de la derecha» como miembro de un Gobierno que se ha acostumbrado a ejercer por decreto y cuyas principales decisiones se encuentran bajo sospecha, produce hilaridad.
Por desgracia, los indultos no resolverán nada. No lo harán, como tampoco lo hicieron las concesiones que Felipe González y José María Aznar le hicieron a Pujol y su clan mientras desvalijaban Cataluña. Ni como tampoco lo hicieron las de Zapatero al tripartito de Maragall y Carod Rovira, que acabó pactando con ETA que no mataran catalanes. En Cataluña hay dos millones de independentistas, sí, pero hay al menos otros tantos que no se sienten secesionistas. Y merecen también nuestra magnanimidad.