Sin esta capacidad humana, sin esta tan particular y casi inexplicable experiencia -a la que Manuel García Morente denomina «divina inquietud»-, resultaría imposible acercarse a comprender el origen del conocimiento, así como el afán de superación, el anhelo, el deseo de perfección, y otras conquistas que los seres humanos vamos logrando como personas a lo largo de la vida.
La admiración nos despierta a la conciencia de la realidad. Decía Aristóteles que los primeros filósofos se admiraban ante los fenómenos más cercanos hasta llegar a plantearse la cuestión de la generación del universo. No es algo que se produzca a menudo; pronto se instala en nuestro modo de mirar la costumbre de creer que ya está todo aprendido, el descontento por no tener al alcance lo que desearíamos, el desagrado ante tantos aspectos que no nos gustan; pero en ocasiones aparece como un destello que nos detiene en el modo de observar y nos hace descubrir que existe el misterio.
Siempre recordaremos a alguna persona que despertó en nosotros admiración, quizá un científico, un actor, un profesor, y sobre todo, algún invitado a comer en casa. Alguien que aparecía como si hubiera llegado desde el extranjero, con algún regalo, otra manera de vestir, conversar o expresarse; nos advertía de que detrás de lo cotidiano había más; despertaba en nosotros deseo de conocer, a través de un aroma, un acento, algo que permitía vislumbrar la sombra futura proyectada desde allí y que nos mostraba lo que podríamos llegar a ser, un aperitivo de la conciencia de la vida. Todo aquello hablaba de realización.
Resulta difícil definirla, pero se parece a una detención, a una ráfaga fugaz, como una cápsula subjetiva de concentración que nos llama a expandirnos. Los pájaros sorprenden en un amanecer con un lenguaje de esperanza, nos admiramos de que no se cansen de cantar a pesar de nuestra conciencia del desastre. Los niños la expresan con su mirada nueva. Los filósofos desarrollan su reflexión a partir de esa actitud consciente que les lleva a investigar, una vez descubierta la realidad -llámese «naturaleza» o «mundo» en un principio-, por oposición a la subjetividad dormida. Quizá al descubrir la nueva fruta que el abuelo colocaba en el aparador al llegar la primavera, y, en particular, a través de gestos que nos cogen desprevenidos y hablan de la contundencia de las cosas buenas.
La admiración es el origen del conocimiento y comparte con este principio de universalidad la humildad de la mirada que nos lleva a extasiarnos ante personas, objetos, acciones o gestos que tienen en común no solo belleza escondida, sino gérmenes de realidad, potencia de realización bien concentrada, para que el pensamiento -ahora despierto- se vaya desplegando mientras transcurren días que se nos muestran grises si recordamos el brillo, el fulgor de los instantes aleteando brillo ante lo admirado.