Me refiero, claro, a los separatistas condenados por sedición y malversación, beneficiarios del indulto otorgado el martes por el Consejo de Ministros. La aclaración podría parecer innecesaria, pero no lo es por lo que seguidamente explicaré: lo que, con la sentencia del Tribunal Supremo, derrotó nuestro Estado de derecho no fue una ideología (la nacionalista), ni una aspiración (la independencia), que, al margen de lo que a cada uno le parezcan (a mí, un auténtico desvarío reaccionario), son legales en nuestro ordenamiento.
No: lo que resultó derrotado fue el golpe de Estado del independentismo catalán, que, violando la Constitución, intentó imponer por la fuerza la separación de Cataluña; obligar, cuando menos a la mitad de los catalanes, a achantar con la visión del país de la que la otra mitad es partidaria; y privar a los españoles de una parte de la nación que todos constituimos en conjunto.
Pero aquella derrota, que, fruto de un proceso celebrado con todas las garantías, descolocó al independentismo y puso en evidencia sus infantiles imposturas, ha acabado convirtiéndose en una victoria ¡por obra y gracia del Gobierno! Como, con toda la razón, escribió hace unos días Fernando Savater, peor que los indultos (de quienes ya se paseaban a su gusto por la calle y habían convertido la prisión en su oficina, añado yo) son los motivos con que el Gobierno los ha justificado.
Su presidente se ha cansado de proclamar dentro y fuera de nuestras fronteras que con el indulto se trataba de poner fin a una venganza, a una revancha, atribuyendo, por tanto, tal carácter al proceso en el que fueron juzgados los golpistas y a la sentencia que, con pruebas apabullantes, terminó por condenarlos.
El ministro de Justicia (¡el ministro de Justicia!) ha insistido en que mantener a los sediciosos en la cárcel podría dar una falsa sensación de injusticia, lo que supone desautorizar también con toda claridad el juicio y su condena. El propio ministro ha insistido, además, en que más pronto que tarde se suprimirá del Código Penal el delito de sedición, lo que además de posibilitar el regreso del fugado Puigdemont, deslegitima retroactivamente toda la acción de la justicia contra quienes se pasaron la Constitución y las leyes por el arco del triunfo. Para no perder paso en tal zarabanda, la ministra portavoz nos ha explicado que se trataba de desjudicializar (es una traducción) la política, lo que supone tanto como decir que quienes delinquen alegando motivos políticos no deberían ser sometidos a proceso sino quedar impunes.
Es probable que esa batería de razones (por decirlo de algún modo) sea tenida muy en cuenta, al proceder nada más y nada menos que del Gobierno, por la justicia europea. Si esta las utilizara para corregir a nuestro Tribunal Supremo se produciría una auténtica catástrofe jurídica y política. Pero, con ser ello gravísimo, no constituiría lo peor, sino el hecho delirante de que el propio Gobierno sería, con absoluta seguridad, el primero en alegrarse.