Quizá en un mundo ideal los jóvenes saldrían por la noche a debatir con pasión la tercera tesis sobre Feuerbach, de Carlos Marx, o a leer en grata compañía el maravilloso relato Pierre Menard, autor del Quijote, en el que Jorge Luis Borges plasma lo imposible con verosimilitud pasmosa. Quizá. Y puede que cuando los mismos jóvenes organizaran su excursión de fin de curso fuera con el objetivo de asistir a conferencias sobre la infinitud del universo o la práctica musical del pizzicato. Puede.
Ocurre, sin embargo, que, por la experiencia que tenemos, los supuestos paraísos terrenales han dado casi siempre, por no decir siempre, en utopías infernales de las que hay sobradísimos ejemplos, que ya solo promocionan partidos extremistas y algunas Universidades norteamericanas. Sin olvidar claro que una de las formas de divertirse de los jóvenes españoles, ahora objeto de críticas generalizadas con toda la razón -los botellones-, fue promocionada durante años por nuestras administraciones locales, que, pensando en los votos contantes y sonantes, construyeron o reservaron zonas -los inauditos botellódromos- para que los usuarios pudieran ejercer su derecho a la cogorza en lugar de tratar de contrarrestar la muy nociva asociación entre consumir alcohol sin tasa y divertirse.
Recuerdo todavía la época no lejana en que quienes defendíamos que los botellones eran un monumento a la mala educación de los más jóvenes y una muestra delirante de sentimentalismo tóxico (por decirlo con el título de un libro de Theodore Dalrymple que deberían leer todos los padres y todos los alcaldes) pasábamos por ser unos antiguos, cuando no sencillamente unos fascistas. ¡Que locura de país!
La epidemia de covid-19 ha hecho que, también aquí, las cañas se vuelvan lanzas y que, movidos por la imperiosa necesidad de proteger la salud pública, muchos defensores del derecho al botellón (en España todo son derechos) hayan decidido entonar una llamada a la responsabilidad de unos jóvenes a quienes antes se facilitó que se divirtieran a golpe de ginebra de garrafón y calimocho porque eso era más modelno (sic) y electoralmente más rentable.
Por eso, ahora, y mientras todos (padres, educadores e instituciones) hablan de asumir sus responsabilidades en la educación de nuestra juventud -que ofrece, claro, muchos espacios intermedios para el ocio entre ver insufribles películas de arte y ensayo y lanzarse a morrear con la botella- toca que las administraciones ejerzan sus potestades e impidan con los instrumentos que la ley pone en su mano que los botellones puedan acabar contribuyendo de modo decisivo a un repunte de la pandemia, que sería económica y sanitariamente desastroso. Llevamos semanas, incluso meses en algunas ciudades, como Barcelona, viendo reuniones de miles de personas que corren un riesgo extremo de infección. Y eso tiene que acabarse. Por el bien de todos, incluidos, por supuesto, los que creen falsamente que su edad es un seguro contra la posibilidad de caer enfermos.