Escribía Julio Camba acerca de la influencia nefasta que una mujer puede ejercer sobre el corazón y la economía de los hombres; se refería a una mujer de las de siempre, sin acrónimos ni matices. Esas mujeres de las que Camba hablaba son las que se titulan «mujeres fatales».
La mujer fatal no tiene porqué serlo aposta, pero lo cierto es que resultan fatales para quien se enamora de ellas, y mucho más fatales cuanto más avanzada es la edad del hombre y más temprana la de la mujer. Fue una de ellas quien acabó con los últimos tragos de Hemingway, por no retrotraerme a la bíblica Judit o la decisiva Mata Hari.
Las mujeres fatales son demoledoras para quien las pretende porque se convierten en un escotoma a través del cual no se percibe nada más. Se pierde todo y se hace cierta la enseñanza de Lacan al afirmar que el enamoramiento, consiste en dar lo que no se tiene a alguien que no existe. Una colisión nuclear entre el ideal del yo y el yo ideal (ambos inexistentes realmente).
La mujer fatal provoca una atracción más fuerte que la de la gravedad (Einstein dixit en carta póstuma dirigida a su hija).
Me viene la reflexión viendo el culebrón de la cornada en la safena del torero Enrique Ponce propinada por su mujer fatal.
Ponce ha quemado muletas y capotes por una mujer que le enajena y borra todo lo que no sea ella. Una vieja historia con traje de luces.
En el mundo del toro no se perdona la distracción, se sabe muy bien que a quien no está centrado, lo mata el toro, y el bueno de Ponce ha hecho bien en retirarse y beberse el opio de su mujer fatal.
Siempre con problemas.