Al pueblo le gusta oír que van a bajar los impuestos. Es demagógico decirle al pueblo lo que quiere oír; es maquiavélico decirle que van a bajar los impuestos y van a aumentar y mejorar los servicios. Es simplista decir que la política pivota sobre Sánchez y Ayuso; es reduccionista decir que sus diez mandamientos se encierran en dos: amarás al prójimo, incluido el catalán, como a ti mismo y recaudarás impuestos como dicta tu ideología.
Aunque Sánchez y Ayuso se consideren a sí mismos iniciadores de un ciclo histórico, el debate sobre impuestos viene de atrás, pero se trastocó cuando socialdemócratas como Blair, Hollande o Schröder descubrieron terceras vías y asumieron postulados de Reagan y Thatcher. Aún resuena la frase de Zapatero: «Bajar impuestos es de izquierdas». Era época de euforia globalizadora, bien aprovechada por las multinacionales. Mientras se hablaba de alianza de civilizaciones, se desregulaban los mercados de capital y trabajo.
El debate entre Sánchez y Ayuso sobre más Estado o más libertad, más intervencionismo o más individualismo, tampoco es original. Por otra parte, la dialéctica teórica a menudo no concuerda con la práctica en el Gobierno. Una vez en el poder, los de derechas son tan intervencionistas como los de izquierdas, aunque los primeros intervengan para que la balanza se incline hacia las rentas del capital y los segundos hacia las rentas del trabajo.
Pocos comprenden los impuestos en el recibo de la luz o en los carburantes y menos aún los argumentos para justificar las subidas de precios de estos suministros básicos. La fiscalidad progresiva, que paguen más los que más tienen, no se logra bajando impuestos, sobre todo el impuesto de patrimonio, sino rebajando el fraude fiscal de las grandes corporaciones, sobre todo las financieras, y de las grandes fortunas privadas, sobre todo las de rentistas. Parece que cierta progresía anda pendiente de otros asuntos. ¿Será qué la fiscalidad progresiva ya no es progresista?