Estos tiempos de pandemia están derivando en una epidemia de eufemismos que pretenden evitar que nadie se sienta ofendido por nada. El problema es que con ello, la mayoría de la gente que no nos sentíamos ofendidos, acabaremos cabreados por esta epidemia eufemística. Un eufemismo, según la RAE, es «una manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería malsonante». Los eufemismos se utilizan para expresar de manera menos ofensiva una idea que puede ofender al oyente y también se puede utilizar para «disfrazar» la realidad. Escribía David Gistau que esto de los eufemismos venía a ser como ponerle un traje a Tarzán para que pueda pasearse por las calles de la civilización sin asustar a nadie.
Los cazadores de piruetas gramaticales ya han conseguido que los negros se ofendan por llamarlos negros, recurriendo al eufemismo de subsahariano o afroamericano, dependiendo del lado de la concertina donde nazcan. Pues a mí también me molesta que me llamen hombre blanco y reivindico que me llamen hombre marrón clarito y supraecuatoriano.
Que los viejos se incomodan por llamarles viejos y hay que llamarlos tercera edad, pues a mí -ya sesentón- que se dirijan como un mediana edad avanzada. Que los ciegos sean invidentes, los calvos alopécicos, los enanos «pequeños», los pobres gente en «riesgo de exclusión social» o las prostitutas «trabajadoras sexuales», se entiende, porque ser cualquiera de estas condiciones no se elige y bastante carga tienen como para no intentar aliviar su realidad con eufemismos. Lo malo es que intentar incluirnos a todos en el grupo de los no ofendiditos por nada puede llevarnos al esperpento y hacernos sentir ofendidos por todo.
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