Como el catoblepas -legendaria criatura de Etiopía que describe Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista-, el escritor se alimenta de su propia sustancia, comenzando por los pies, escarbando y sacando a la luz cosas que uno jamás sacaría en una conversación, porque le avergonzarían o le marginarían. En el caso de José Luis Moreno (que no es escritor, pero sí ha creado a sus personajes), yo diría que lo que ha ocurrido es justo lo contrario: a fuerza de hacer hablar a sus muñecos desde la barriga, estos se lo zamparon a él. Todos recordamos, con una grima que nos retrotrae a la caspa televisiva española de los 80 y 90, a Macario, Monchito y Rockefeller. Pues bien; Macario se comió a Moreno dejando al descubierto su faceta más cateta; Monchito escarbó hasta sacar a la luz su vena putera y graciosilla, y el cuervo Rockefeller, quizá el más parecido y profético, descubrió su vertiente obscena y su pluma de pajarraco explotador de currantes. Según morían los muñecos, se iba despojando la persona de capas.
Y no solo eso. Recientemente, a raíz de que el ventrílocuo haya sido detenido como presunto capo de una banda de estafadores, también se ha arrancado otras pieles, atributos biográficos como la de neurocirujano (¡neurocirujano!), barítono de Covent Garden o escritor de veintiséis libros inencontrables. Ahora mismo José Luis Moreno está prácticamente desnudo. Y digo «prácticamente» porque todavía estamos a tiempo de que el personaje se desnude más. Dicen que, al final de sus días, Jonny Weissmüller, el actor de origen rumano que interpretó a Tarzán -otra persona devorada por su personaje-, se volvió loco, y que se le podía ver por las calles lanzando al aire el famoso grito de la selva. A lo mejor le pasa algo parecido a José Luis Moreno y termina sus días repitiendo las frases de sus muñecos. Solo que la de su querido Macario, «¡qué contento estoy!», no le acaba de encajar en su situación actual.