Se afirma, en la mayoría de los discursos públicos, que estamos iniciando la fase de recuperación económica. Otros, por su parte, se preguntan sobre la velocidad de la misma; y, unos terceros, se interrogan sobre el cómo se asentará dicha reactivación. O sea, nadie duda de que entramos en una nueva fase de expansión, una vez superado el período de confinamiento y de restricciones a la movilidad. Hasta tal punto se está en lo cierto que algunos banqueros y banqueras llegan a afirmar que «nuestro país se va a salir del mapa». Sin embargo, hay otros interrogantes que es preciso auscultar. Me refiero a conocer si la recuperación y reactivación van a suponer un incremento de la desigualdad y un aumento de las discriminaciones geográficas.
Recientemente se han publicado varios estudios sobre el tema. Los datos, hasta el momento, no dejan de sorprendernos. En uno de ellos se dice que el número de ultra-ricos (los que poseen más de 100 millones de dólares) han aumentado en el último año un 24 %. Y, en sentido contrario, más del 50 % de la población mundial no sobrepasa los 10.000 dólares de renta y riqueza. Otro, referido a España, refleja que el porcentaje del 50 % de la población con menores remuneraciones respecto al 10 % con mayores ingresos se ha incrementado en el período 2007-2017 (6,3 veces) respecto al tramo 2000-2007 (2,7 veces). Por otro lado, un nuevo trabajo coordinado por Blanchard y Tirole, premios Nobel de economía, insinúa que la actual salida de la crisis va acompañada de una creciente deslocalización productiva, de diferentes accesos a la formación y a las tecnologías, de distintos empleos de calidad, y de disímiles emplazamientos de la población. Esto es, las políticas públicas solo se están posicionando sobre las supresiones de empleos; pero apenas han mostrado énfasis en el comercio, en la competencia leal o en las medidas de calidad del empleo. De ahí, la constatación del dumping social y del outsourcing. O sea, la desigualdad no se manifiesta, únicamente, en términos de rentas y de patrimonio, sino en las dimensiones de salud, enseñanza, movilidad y acceso al trabajo de calidad. En suma, la inequidad es creciente; abriendo una gran brecha entre la sociedad y una fractura territorial ante los cambios tecnológicos y logísticos.
¿Quiere ello decir que los estímulos a la economía puestos en práctica con motivo de la pandemia (ya san presupuestarios, ya sean monetarios) han supuesto un incremento de las ayudas discriminatorias y una acentuación de las desigualdades? ¿Quiere decir, también, que no se tuvieron en cuenta mecanismos de compensación para evitar que solo los grandes y poderosos fueran los máximos beneficiarios de las ayudas públicas?
Quizá estas preguntas molesten a los gobernantes. Pero, sin duda, están en las tertulias de los bares, hospitales, pymes y centros de enseñanza. ¿Por qué? Porque estamos más preocupados de engrasar una economía que de procurar que dicho proceso de activación sea más responsable y cohesivo, tanto social como territorialmente. Quizá, porque nos preocupa en demasía un guarismo con el que epatar a los rivales; y tenemos menos interés en configurar una sociedad más solidaria. En suma, apenas queremos cambiar el modelo de producción y consumo; de reproducción y acumulación; de gestión y de rendición de cuentas. Y, claro está, sin estas premisas cualquier acción, medida o política no es más que una sucesión de reglamentos; pero no de pautas de cambio y de anticipación al futuro. Y eso, al final, se paga.