Contra lo que muchos creen, la política solo se adelanta a la sociedad en contadas ocasiones, ya que tanto la Revolución Francesa como la rusa, o la independencia de América, florecieron en las calles, las fábricas, las redacciones y los cenáculos, antes de que los políticos advirtiesen la gran oportunidad y se quedasen con la subasta. Por eso nos equivocamos de medio a medio cuando le echamos a los políticos la culpa de casi todo, cuando decimos que están alejados de la gente, y cuando les acusamos de no saber dialogar para generar las mayorías y los consensos pertinentes.
Prueba de ello es que, mucho antes de que España se viese afectada por la sordera política que hoy nos asola, por las tertulias y los periódicos de trinchera, y por las bandas de crédulos y dogmáticos seareiros que se alinean detrás de los frentes parlamentarios, los españoles ya nos habíamos instalado en el Club de la Comedia, que, apartándose de las tradicionales representaciones teatrales, las zarzuelas y las óperas, o los debate inteligentes, alcanzaron un éxito increíble con los monólogos, y con esos genios del hablar consigo mismos que son los Dani Rovira, Eva Hache, Luis Piedrahíta, Leo Harlem o Miki Nadal. Si todos ellos se presentasen a las elecciones, y usasen la tribuna del Congreso como usan los escenarios, borrarían de la historia a los Castelar, Cánovas, Ortega, Azaña o Suárez, para reunir a masas enfervorizadas de votantes encandilados no por sus discursos, sino por sus vibrantes monólogos. Los Sánchez, Casado, Iglesias, Rufián, Montero y Lastra llegaron después, siguiendo la estela de los pioneros. Aunque, muy acomplejados por la estúpida función de hablar consigo mismos, no logran alcanzar la excelencia de los profesionales de la oratoria reflexiva aclamados por las grandes audiencias.
¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué hemos cambiado el discurso fluido por el olor putrefacto de las palabras estancadas? Supongo que nos han pasado muchas cosas. Aunque acabo de encontrar una pista importante al releer La insoportable levedad del ser, la deliciosa novela de amor de Milán Kundera, a la que sirve de contexto la dictadura decadente, corrupta y miserable que en ese año 1968, que siempre tenemos a mano, aún quiso apuntalar, para oprobio de la historia, aquella ruinosa URSS que solo invertía en carros de combate todos los excedentes que lograba reunir.
Kundera, que vivió y sufrió todo aquello, le achaca esta ruina del discurso y la comunicación a lo que él denomina «kitsch totalitario», que convierte la política en un cuadro infantil y primario en el que «delante se ve una mentira comprensible y detrás una verdad incomprensible». Y ahí ando yo cavilando, por si, a base de tanta corrección, tanto manoseo del lenguaje y tanta trampa dialéctica aplicada al sostenimiento del poder, hemos fabricado un «kitsch totalitario» light, que el propio Kundera definió, sin dramatismo, como ese tiempo de un país en el que «todas las respuestas se fabrican antes que las preguntas». ¡Para pensarlo!