
La humanidad ha pasado y pasa por un túnel angosto. La humanidad ha perdido mucho del sintagma humano. Pienso en las virtudes de las redes sociales y la contemplación a cualquier hora de cernícalos y machos cabríos disputando sus territorios. Es una cuestión educativa. Pero pocos reflexionan sobre ello. Aquí nos hemos cargado lo humano, precisamente. Las humanidades, insisto. Conceptos como esfuerzo, familia, religión han sido relegados por el régimen del todos y todas, compañeros y compañeras, la sororidad, el poner en valor, el empoderamiento, la implementación de no sé cuántas fruslerías y la Internet y la poliglosia y la estrechez intelectual en grado sumo.
Miren a los líderes de opinión de las redes sociales. Unos son yutuberos, otros comentaristas coronarios (entre Olgas y Rocíos) de la peor ralea, algunos parladores zafios de la política y la inmensa mayoría son hijos de la fama. Creo que era Séneca el que aseguraba que la fama es horrible porque depende del juicio de muchos. Pero no voy a consultar a Séneca ni mis cuadernos, que llevo conmigo para seguir sintiéndome escritor y no una víctima de estos tiempos débiles, flojos, abanderados de lo banal.
Vuelvo a lo interesante: el humanismo y, por tanto, la humanidad. La humanidad ni se toca, para qué. Voy con ella y con un maestro. Era un libro pleno de lucidez que escribió Nietzsche, Humano, demasiado humano. Lo hizo 25 años antes de su muerte, que anunció una y otra vez con delirio. El texto contiene 638 aforismos y un epílogo, o ditirambo de la locura, compuesto por dos poemas breves (¡Honrad en mí a la estirpe de los locos!).
En este libro aparece una sentencia que yo no dejo de pronunciarme: «El mejor autor es aquel que siente vergüenza por convertirse en un hombre de letras». Desafortunado apotegma si lo interpretamos en su literalidad. Sin embargo, no le falta razón. Los iletrados, sin duda, viven mucho mejor. Alcanzan sin dificultad los posos prístinos del gozo, la felicidad incluso. Las letras nos alejan del mundo, de la gente y de la verdad. No debemos engañarnos: los escritores vivimos ignorando que la vida está en otro lugar, por detrás del cristal que miramos mientras ficcionamos músicas con las palabras, ahí, en el mundo covid que contemplo mientras dejo que las teclas del ordenador acudan a mis dedos.
Los escritores somos los residuos de la historia. Los protagonistas son otros: más afables con la creación informatizada y teledirigida grabada a fuego en nuestros corazones.
Una sociedad en la que la miseria, el hambre, el dolor, las pateras, los otros (la otredad de los existencialistas) ocupan espacio escaso en las programaciones de las cadenas repletas de famosos que alimentan nuestra enferma curiosidad y, también, nuestro desencanto.
El mundo persigue la fama. Y fama, en nuestros días, es sinónimo de vulgaridad. La política actual es su espejo. La humanidad, decía al principio, pasa por un túnel angosto.