«I've seen horrors (He visto horrores), dice el coronel Kurzt-Marlon Brando, refugiado en el corazón de las tinieblas. Con su genial Apocalypse Now Coppola convirtió el relato sobrecogedor de Joseph Conrad en un impresionante manifiesto: la guerra, en efecto, como uno de los jinetes del apocalipsis. Tal idea recorre, de hecho, todo el pensamiento occidental. Desde Cicerón («Preferiría la paz más injusta a la más justa de las guerras») o Fenelón («La guerra es un mal que deshonra al género humano») hasta Benjamin Franklin («Nunca hubo una buena guerra o una paz mala»), Thomas Mann («La guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz») o Bertrand Russell («La guerra no determina quién tiene la razón, solo quién queda»).
Ese rechazo a la guerra como instrumento para dar salida a los conflictos ha convivido, sin embargo, con una historia de la humanidad en la que nada como los enfrentamientos bélicos ha sido tan omnipresente, al menos hasta la segunda posguerra mundial, cuando el panorama internacional comenzó a ser más pacífico que nunca antes, según lo ilustra Steven Pinker en El ángel que llevamos dentro, un libro simplemente indispensable.
Y ese rechazo ha convivido también con un dilema endiablado, que tiene siempre una tan terrible como triste solución. El que ahora, tras el abandono de Afganistán por las fuerzas internacionales y su consecuencia inevitable -la inmediata victoria talibán-, han vuelto a ponerse trágicamente de relieve: cómo combatir a quienes quieren convertir en política de Estado salvajadas que repugnan de un modo insoportable a la mentalidad muy mayoritaria que se ha ido extendiendo por el planeta tras la difusión de los grandes valores y principios de la Ilustración, que podrían resumirse en el lema de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Los tres son radicalmente incompatibles con la vuelta a la brutalidad medieval que supone un dominio talibán que no solo esclavizará a la población, y muy especialmente a las mujeres, sino que hará de un vasto territorio lugar de formación y entrenamiento de grupos terroristas. La barbarie en medio de la civilización. La Edad Media en pleno siglo XXI. Los horrores del totalitarismo con kalashnikov, turbante y burka. La victoria de las tinieblas y la derrota de los ideales de las luces.
En medio de los muchos lamentos que han inundado estos días los medios de comunicación de todo el mundo y, por supuesto, de nuestro país (aunque con algunos silencios clamorosos, como los del movimiento Me too norteamericano, preocupado de no perjudicar a Joe Biden), la pregunta es evidente: ¿cómo se combate a unos fanáticos religiosos que comandan un ejército? ¿Cabe derrotarlos sin enfrentarse a ellos en una guerra abierta? ¿Es posible ganar esa guerra igualando como asesinos a ambos bandos? ¿No es de un miserable cinismo rechazar la guerra y gemir luego por los desastres que trae consigo la derrota? Esas son las preguntas que hoy el pacifismo buenista debería contestar.