La «crisis de los chips», que ha provocado paradas de producción en el sector de la automoción en todo el mundo, tiene su origen en la reducción de la demanda durante 2020 como consecuencia de la pandemia. Los coches actuales llevan varios centenares de circuitos integrados para realizar diferentes funciones, que van desde las muy sofisticadas, como el «infotenimiento» de abordo, hasta las muy sencillas, como el medidor de temperatura exterior. La menor demanda coincidió con un colosal aumento, también debido a la covid-19, de las necesidades de chips para electrónica de consumo (PCs, consolas, etcétera), pero también para aplicaciones emergentes en inteligencia artificial o 5G. En consecuencia, las fábricas de chips (las llamadas foundries) reorientaron su producción a las nuevas demandas.
Las foundries suponen ahora el auténtico cuello de botella: los fabricantes de circuitos integrados, que antaño cubrían las tareas de diseño, fabricación, encapsulado y test, se fueron desprendiendo de las últimas y se especializaron en el diseño, muy intensivo en propiedad intelectual. La excepción es Intel, el mayor fabricante mundial, que mantiene integradas todas las tareas, pero que no fabrica para terceros. Al externalizar la fabricación, las economías de escala y las gigantescas inversiones necesarias han dejado muy pocas foundries (la mayoría asiáticas) con capacidad de producir grandes tiradas. Descontando Intel, cerca del 60 % de la capacidad de fabricación se concentra en la coreana Samsung y, sobre todo, en la taiwanesa TSMC.
TSMC se ha hecho con el mercado de chips de última generación que utilizan transistores de 5 nanómetros, tan pequeños, que se emplean láseres de «ultravioleta extremo» para, mediante la generación de plasma, producir fotones de las longitudes de onda empleadas en el proceso litográfico. Las máquinas de fabricación proceden de una empresa holandesa que solo elabora 25 al año; son tan sofisticadas que su precio unitario es de 130 millones de dólares. Y esto no es todo: fabricar un chip requiere de cientos de tareas muy especializadas y es uno de los procesos más caros del mundo. Por eso, dependiendo del tamaño, el coste de levantar una fábrica oscila entre 7.000 y 15.000 millones de dólares. Ciclópeas inversiones que han decantado un sector donde los ganadores se lo llevan todo.
Con la crisis, varios países -incluida la Unión Europea- han anunciado su intención de promover la construcción de foundries, pero hacerlo lleva varios años. Hasta entonces, el sector de la automoción, que se salió de la cola para regresar cuando esta se había atestado, tiene unos años duros por delante; la estrategia de apretar a los proveedores no va a funcionar, porque las foundries tienen garantizada la demanda desde otros sectores y con unos márgenes superiores.
Hace poco, el Gobierno suizo anunció su intención de levantar la obligatoriedad de almacenar café en casa, que tenía su origen en las incertidumbres del período de entreguerras, pero pronto abandonó la idea ante el rechazo popular. La crisis de chips actual es, sobre todo, el fracaso del otrora aclamado just in time; bien saben los suizos -y la hormiga de la fábula- que el just in case acaba siendo preferible. Por si acaso.