Hay que escarbar profundo, con las dos manos, mancharse las uñas. Hay que hundir bien las raíces, cubrirlas de tierra fértil: una vez dentro, el árbol ya no se puede arrancar. Hay que regar en días fríos y en días de verano, con sol, aunque llueva. Hay que regar con alegría, con rabia, con rencor, sin ganas de regar. Hay que regar como si no hiciéramos nada más, como si no supiéramos hacer otra cosa. Hay que regar y afianzar las raíces, eliminar las ramas muertas, siempre pensando que un soplo de viento se lo puede llevar (¡nosotros, que hemos soportado las peores tormentas!) Hay que regar y hay que olvidarse de regar, sobre todo para poder dormir. Dormir, aunque ya sabes que nunca volverás a hacerlo a pierna suelta: ahora escuchas el susurro de las hojas en la oscuridad. Hay que regar sin olvidar las condiciones del suelo y el tipo de hoja (si la tiene), con agua y también, si puedes, con un poco de tu sangre: el árbol se nutre de lo mejor y lo peor de ti. Hay que regar con miedo a inundar, con la certeza de que es la mejor agua que le puedes ofrecer. Hay que regar con las manos, con la cabeza, con los ojos, con las tripas y con la lengua (más adelante, cuando el árbol esté grande, verás que lo que quiere es que te sientes junto a él a escuchar). Hay que pedirle a alguien que riegue por ti cuando estás enfermo, cuando se muere tu madre y te desangras por dentro, cuando estás de viaje. Hay que regar con las tripas y el corazón, con la cabeza, consciente de que el árbol tiene la facultad de hacerte todo el bien y el mal del mundo. Hay que regar sin esperar nada a cambio, con la vaga ilusión de que un día, el árbol será lo mejor que has plantado.