Cuando la lava engulló el campanario de la iglesia de Todoque, derribó mucho mas que un símbolo. La torre del reloj, que desde el campanario medía el paso de las horas y señalaba a los vientos el pulso ciudadano de un pequeño pueblo canario, resistió varios días en su agonía, erguida y vigilante del magma que discurría certero buscando su final.
La iglesia desapareció en un plano televisado en directo que conmovió a espectadores de todo el mundo. Antes, en los tres o cuatro días que habían transcurrido desde la erupción del volcán en La Palma, la colada, la colava, los ríos incendiarios de magma ardiente se habían tragado seiscientas casas, construidas con seiscientos sueños tejidos con el sudor de sus propietarios. En pocas horas la lava sepultó la memoria de una vida entera de quienes forjaron la esperanza cierta de un porvenir que aprendió a convivir con un paisaje estromboliano de volcanes, como los napolitanos se adaptaron a la sombra amenazante del Vesubio o los sicilianos conviven con el Etna y sus despertares.
Una casa es el soporte vital de los hombres, franquear su puerta es sentirse seguro, protegido, amparado. Una casa es mucho mas que una vivienda, es un cobijo perdurable, un ser vivo que vela nuestros proyectos, que acoge nuestra estructura familiar, que nos acompaña en nuestros desvelos. Es nuestro hogar.
Por eso, la imagen fija de los palmeños de El Paso o de Los Llanos recogiendo de sus hogares, durante un cuarto de hora, los objetos queridos y sus pertenencias, es la foto fija de una tragedia civil, cuando el río de lava se transformó en un río de lágrimas. Y rescataron el retrato de los padres que colgaba de la pared del salón, la foto de la primera comunión del hijo mayor, un hatillo de ropa para salir del paso, las escrituras de la casa que está a punto de desaparecer, los jirones de la memoria de toda una vida que las garras del volcán, el río de fuego que baja por la falda de la montaña, han sentenciado.
Un niño que con sus padres vive el desalojo forzoso rescata de su hogar un conejo de peluche, que aprieta junto a su pecho. También él, cuando pasen algunos años, será testimonio de un tiempo en el que a las personas, a sus mascotas y a los juguetes de cuando fueron niños les ha tocado vivir.
Es, está siendo, la memoria de toda una vida. No se cierran las puertas de las casas, desaparecen, y con ellas los sueños de lo que un día fue un futuro feliz.