El duelo que mantienen desde hace cuatro años el expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont y el magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo Pablo Llarena daría para uno de esos thrillers que entremezclan la acción que implica la caza de un fugitivo con un embrollo judicial habitualmente incomprensible, que no pasa de ser el Macguffin del que hablaba Hitchcock. El prófugo que burla la ley en el maletero de un coche, evita luego ser detenido con argucias legales y salta de país en país escapando siempre de la Justicia cuando parece que va a llegarle su hora. Y, frente a él, un juez testarudo y prácticamente anónimo que mantiene implacablemente, pese a todas las adversidades, su propósito de sentarlo en el banquillo sin más armas que el Código Penal, un despacho y un ordenador.
Ese juez que persigue al fugitivo no pierde la templanza pese a ser sistemáticamente boicoteado no solo por los tribunales de los países por los que el prófugo se mueve, sino por el propio Gobierno de su nación -aliado de quienes apoyan al fugado-, que va poniendo palos en sus ruedas judiciales, llegando al extremo de mentir a la Justicia europea, a través de la Abogacía del Estado, para hacerle creer que el juez, cansado de tanto revés, ha desistido y no exige ya su detención y entrega. El trepidante guion se aderezaría además con subtramas como la de que el mediático abogado que aparece siempre junto al fugitivo es un condenado por colaborar con ETA en el secuestro del empresario Emiliano Revilla y está acusado actualmente de blanquear los capitales del narco gallego Sito Miñanco.
El principal problema es que la exigencia de todo buen thriller es que el malo sea atractivo por su inteligencia o simpatía, para que el espectador empatice a veces con él pese a saber que es culpable. Y Puigdemont no pasa de ser un saltimbanqui de la política con el que es difícil empatizar. Un pícaro sin fuste intelectual, cazado ya en mil renuncias y traiciones, que delira a lo Napoleón e insiste en que es el presidente de una república inexistente, aunque en Cataluña hasta los suyos están ya hartos de él.
La película, sin embargo, podría devenir en una de conflictos jurídicos internacionales, al estilo de la recién estrenada La Fortuna, de Amenábar. Cuando Italia, como antes Alemania, Escocia o Bélgica, no ejecuta una orden de entrega de un juez español, pone bajo sospecha a la Justicia española. Si esos países creen que los compañeros de delito de Puigdemont han sido condenados injusta y desproporcionadamente, y que por tanto el Código Penal español no cumple los estándares democráticos, deberían denunciar a España o amenazarla con expulsarla de la UE, como se ha hecho con la Hungría de Orbán y sus leyes homófobas. Pero lo otro, trabajar activamente para impedir que un fugitivo sea juzgado por los mismos delitos por los que sus compañeros golpistas ya han sido condenados, solo sirve para denigrar a España. El Gobierno está obligado por ello a amparar a Llarena y exigir respeto en Europa. Pero, de momento, hace todo lo contrario. Habrá secuela.