Estaba viendo el cuarto capítulo de The White Lotus, una miniserie de HBO que les da un repaso a todos nuestros postureos. Pensaba que, como casi siempre, la dejaría después del primer capítulo o del segundo como mucho, una vez que me hubiera hecho cargo del tono y de las calidades. Pero iba ya por el cuarto. Estaba juzgándola: la crítica social demasiado discursiva no funciona bien en la ficción. Hay que convertirla en trama. Y en esta serie los personajes discursean un poco. En escena se veía el almuerzo o la cena de una familia con dos hijos adolescentes: una chica muy concienciada (woke) y un chaval que parece el vivo retrato del pringao, enfangado en su móvil y en el porno. Están en el hotel The White Lotus y detrás de ellos se ve una danza hawaiana que merece el reproche de la chica: indígenas robados que, encima, tienen que bailar para los blancos. La madre, profesionalmente exitosa, dice algo sobre que muchos activistas en realidad no quieren cambiar nada, sino solo hacerse un hueco entre los poderosos. La niña responde con dureza que ese modo de pensar no refleja el de los activistas, sino el de la madre. Esta le pregunta, entonces, qué ideales tiene: «Capitalismo no. Socialismo tampoco. ¿Apenas cinismo?» El chaval se agobia al ver que la tensión crece y, muy incómodo, dice la frase más inquietante de la serie: «¿Qué importa lo que pensemos? Pensemos lo que pensemos, hacemos todos lo mismo. Tanto si pensamos cosas justas como injustas, terminamos haciendo la misma mierda».
Paré el visionado. Puede llegar un momento en que lo que pensemos no ayude a mejorar nuestra conducta, sino a afilar nuestros odios, a etiquetarlos mejor. Sería terrible.
@pacosanchez