Hace cinco años Pedro Sánchez era defenestrado de la secretaría general del PSOE por un golpe liderado por Susana Díaz y en el que participaron destacados barones. En la sombra, teledirigiendo las operaciones, estaba Felipe González. Al congreso federal que acabó ayer acudieron el expresidente, que le prometió lealtad, aunque le diera algunos toques; la expresidenta andaluza, acabada políticamente; y los barones críticos, que ya no plantean batalla. También Zapatero, que apoyó a Díaz en las primarias y hoy es un entusiasta defensor de Sánchez. Todos obligados, convencidos o no, a reconocer su liderazgo. Un cónclave que escenificó la reconciliación y la unidad del partido y en el que no hubo apenas debate interno ni disidencias. Unidad, unidad y unidad. Real o impostada, pero proclamada. Era la enésima reinvención de Sánchez, que soltó lastre de sanchistas en el Gobierno, cargándose a Calvo, Ábalos y Redondo, y este fin de semana remató su estrategia con la renovación radical de la ejecutiva, respaldada por casi el 95 % de los votos, 25 puntos más que en el 2017. El nuevo Sánchez es el campeón de la unidad interna y la integración de todos los sectores, el pacificador, y se repliega en el partido, subido en la ola del ascenso socialdemócrata en Europa, con su victoria en Alemania, el feminismo y el ecologismo, de cara a revertir las encuestas, que le son desfavorables. Ha logrado lo que parecía la cuadratura del círculo. Cierre de heridas. Sus adversarios han claudicado. El poder es el pegamento más poderoso. La posibilidad de perderlo, más aún. Sánchez confía en que la versión actualizada de su manual de resistencia siga funcionando. Aunque haya tenido que desmantelar el sanchismo.