En aquella infancia de la Galicia profunda (sin complejos) los niños revoloteaban, iban de una casa a otra con sus quehaceres y preguntas. Cuando algún vecino necesitaba librarse de los más pequeños, les soltaba una enigmática frase: «Vaite á de Ponte por un estataló». Y allá que se iban ellos, cuesta arriba, a pedir un estataló, sea lo que fuera aquel apero, herramienta o documento. Cosas de mayores.
Pero cuando la expedición llegaba a su destino y solicitaba, no sin cierta formalidad protocolaria, el estataló al paisano correspondiente, este estallaba en risas y simplemente invitaba al grupo a que lo acompañara un ratito. Con el tiempo, acababas descubriendo que estataló era, en realidad, «estate aló», una fórmula mágica que funcionaba como una contraseña para alejar a los niños cuando interrumpían el trabajo, el descanso o la conversación. Y el vocablo se convertía en parte del querido patrimonio inmaterial. Pero, con el paso de los años, se comprueba que los adultos también sucumben a sus propios estataló, que son víctimas de sencillas maniobras de distracción.
El objetivo no es evitar que anden enredando, es desviar su atención hacia unas cuestiones y retirar el foco de otras. Y resulta sorprendente cómo se va degradando la calidad de los señuelos. Hace poco, cientos de seguidores de QAnon, un colectivo inclasificable que corre en sentido contrario a la ciencia, se reunieron en Dallas esperando que reapareciera el hijo de John F. Kennedy, que murió hace más de veinte años en un accidente aéreo. Estas personas talluditas esperaban que uno de los símbolos trágicos de la más famosa dinastía demócrata regresara para apoyar a Donald Trump en su nuevo asalto a la presidencia de los Estados Unidos. Lo del estataló era mucho más creíble.