Hace unos días me quedé sorprendida por un gesto. Un hombre se hallaba sentado en la terraza de una cafetería; observé, mirando hacia el otro lado, cómo se iba acercando una mujer a la que reconocí como su esposa. A pesar del tiempo que llevan casados porque ya no son jóvenes, él se puso en pie para ayudarla a tomar asiento cuando vio que ella se aproximaba.
Entonces recordé el valor de los gestos de los que hablan algunos novelistas y pensé que quizá el arte surge de ahí, de un instante rescatado de la vulgaridad de lo cotidiano, como si los artistas tuviesen la misión de no permitir que se evaporen las sutiles esquirlas de belleza que pasan desapercibidas y que su misión consiste en extraerlas desde lo más pequeño y anodino en apariencia. Aros de colores circulando en el aire, prestidigitaciones sugerentes según la mentalidad de cada uno, recuerdos de momentos ya perdidos. La vida camina tan deprisa que no nos queda tiempo para captar los milagros que también suceden cerca y que no siempre reconocemos. Nos dedicamos demasiado a poner de manifiesto lo feo, injusto o negativo de la realidad vivida, pero quizá la misión principal de los artistas y educadores es destacar lo que no resalta nadie —como los fotógrafos que sí lo hacen y captan las miradas destinadas al olvido—, el gesto tan pequeño pero que es en esencia trascendente, porque así como los cuerpos tienen edad, los gestos no la tienen.
Tal vez sea eso lo que deben aprender los que aprenden y lo que deben enseñar los que enseñan.
Los educadores, los profesionales de la educación trabajan para formar al ser humano, para pulir sus hábitos; por eso es importante enseñar «buenos modales», aunque no estén de moda, como señal de respeto hacia los seres y objetos que han sido construidos, en particular hacia las personas. Saludar, dejar pasar delante, ponerse en pie si alguien se acerca a hablarte, etcétera, en fin, años de aprendizaje y esfuerzo hasta lograr que un gesto lo diga todo.