En 1981, el socialista francés François Mitterrand ganó las elecciones por la mínima a Valéry Giscard d’Estaing, que le había ganado en la primera vuelta, y se convirtió en presidente de la República. El enigmático político, apodado la Esfinge, era consciente de su debilidad y de que su victoria fue posible por la fragmentación del centroderecha. El gaullista Jacques Chirac había sido tercero en la primera ronda y su entusiasmo para recomendar el voto a Giscard en el balotaje fue nulo. Para evitar que la derecha le arrebatara la presidencia en las siguientes elecciones, Mitterrand puso en marcha un plan diabólico, fomentando el auge de la extrema derecha. Modificó la ley electoral de las legislativas para favorecer al Frente Nacional; presionó a los medios para que sirvieran de altavoz a su líder, Jean-Marie Le Pen, alentó el debate sobre la inmigración y, según el libro La mano derecha de Dios, publicado en 1994, incluso ayudó a su financiación.
Como resultado, el Frente Nacional, que en 1981 había logrado solo 44.000 votos en las legislativas, obtuvo 4.376.742 en las presidenciales de 1988. Algo que facilitó una aplastante victoria de Mitterrand sobre Chirac y le dio su segundo mandato. Esa obra de ingeniería política fue un éxito para Mitterrand, pero una desgracia para Francia, en donde la extrema derecha se asentó hasta convertirse en primera fuerza en las europeas del 2019 con un discurso populista de claros tintes xenófobos. Hoy, la extrema derecha francesa cuenta incluso con dos candidatos: Marine Le Pen, hija del histórico dirigente del Frente Nacional, y el polemista Éric Zemmour, que se sitúan como segunda y tercero en los sondeos para las presidenciales.
Hasta aquí la historia de la extrema derecha francesa. La de la española es más reciente, pero avanza por los mismos derroteros. En las generales del 2016, Vox obtuvo solo 47.182 votos. Desde el 2018, tras llegar al Gobierno con una moción de censura, Pedro Sánchez alentó la polarización para debilitar al PP, situando a Franco en el centro del debate, dando a Vox un protagonismo que no correspondía con su representación y sirviendo así, con ayuda de determinados medios, de altavoz a un discurso antiinmigración hasta entonces muy minoritario.
Como resultado, Vox obtuvo 24 diputados y un 10 % de los votos en abril del 2019. En noviembre de ese mismo año tenía ya 52 actas y un 15 % del total. El Gobierno sigue alentado esa polarización extrema con estrategias como la impugnación de la Transición, el cuestionamiento de la ley de amnistía, la alianza con el independentismo y los herederos de ETA, y el situar a Abascal, y no a Casado, como su alternativa para favorecer así el voto del miedo, el voto útil al PSOE en la izquierda y la división en la derecha. La última encuesta, publicada ayer, sitúa ya a Vox en ascenso imparable, con 64 escaños y un 18,2 % del voto. Es indudable que el PP contribuye a ese crecimiento con sus líos internos. Pero también que, de aquí a las elecciones generales, Sánchez va a insistir en esa estrategia Mitterrand. Buen negocio para él. Malo para España.