El golpe de Estado que llevó a Gadafi al poder tuvo lugar en 1969, cuando Libia se sumió en 42 años de negra dictadura. El final de Gadafi se produjo en el 2011, en una difusa revuelta que la UE confundió con la primavera árabe y que, tras detener y asesinar al dictador, derivó en una cruenta guerra civil que sigue activa. Se imitaban entonces los desgraciados acontecimientos de Irak, donde una invasión de apariencia liberadora culminó con el asesinato de Sadam Huseín y en la conversión del país en un Estado fallido.
La UE, enlazada a piñón fijo con la OTAN, ya se había inmiscuido en el castigo a Irak, lo que nos obligó, igual que sucedió en Afganistán, a reinterpretar el papel de nuestros ejércitos, y a hacer unas colosales operaciones de propaganda que transformaron en heroicas victorias lo que en realidad eran cierres a tablas o crasas y previsibles derrotas. Pero el caso de Libia, que en origen fue paralelo al de Siria, nos toca más de cerca, porque todo el proceso liberador se inició antes de que la OTAN se hubiese pronunciado, sin tener información adecuada sobre los rebeldes internos a los que confiábamos la transición, y apenas cinco años después de que varios Estados europeos se hubiesen rifado la amistad de Gadafi y de sus reservas de gas, recibiéndolo con patéticos y singulares honores.
Los desastres de la guerra de Libia los inició Nicolás Sarkozy, que, para hacerse ver en la política europea y resucitar la grandeur que Francia sigue añorando, envió sus aviones de guerra a bombardear, por su cuenta y riesgo, los frentes de Libia. Y ese gesto forzó a otras naciones europeas a que, para dar sensación de fortaleza y unidad en política exterior, también enviaron sus aviones, que, pretextando asumir misiones de control y apoyo, aventaron y complicaron una guerra civil que aún está viva, y que, tras once años de choques armados y de caos político y económico, ha conseguido triplicar las dictaduras —porque ahora hay tres— y convertir a Libia en un Estado fallido.
Y así hemos llegado a este momento en que, a la UE, sin haber puesto paz en la zona, y sin apoyar la formación de un Gobierno provisional que pudiese normalizar la situación y volver al imperio de la ley, le entró una enorme prisa por hacer unas elecciones que, faltas de un contexto de libertad, y peleadas aún por señores de la guerra, no ofrecen ninguna garantía de legitimidad y respetabilidad de los resultados. Por eso, asusta ver a Josep Borrell que, sin disponer de una diplomacia europea y sin conocer la naturaleza de los movimientos armados que se disputan el poder, se atreve a urgir un proceso electoral que en estas circunstancias solo puede ser un paripé que añada confusión al puzle libio.
¿Qué los tecnócratas de Bruselas no pueden ser tan torpes? De momento, ya sabemos que, en Irak, Afganistán, Siria, la mediación con Palestina y los cálculos sobre Ucrania nos han salido fatal.
Y me temo que Libia, si no contamos con fuerzas armadas ni diplomacia europea, no va a ser la excepción.