No sé si, remedando a Dickens, vivimos en el mejor de los tiempos o en el peor de los tiempos. Pero sí que vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que a un niño de siete años le basta poner la palabra porno en un buscador para tener acceso libre a millones de imágenes y vídeos pornográficos, incluidos espantosos actos de torturas a mujeres. Pero ese mismo niño tiene prohibido ver películas como Peter Pan, Los Aristogatos o Dumbo. Solo los mayores de esa edad pueden verlas, aunque obligados a leer antes una alerta de la compañía Disney en la que se advierte de que contienen «representaciones negativas o tratamiento inapropiado de personas o culturas».
En la Universidad de Reading, en Inglaterra, acaban de eliminar del temario un poema de Semónides de Amorgos, escrito hace 2.000 años, porque el texto dice que Zeus creó diez tipos de mujeres, cada una representada por un animal o un elemento. Antes de su retirada, los universitarios —insisto, universitarios— solo podían leerlo con una alerta previa sobre la «misoginia extrema en la antigua Grecia». Esta misma semana, la editorial Random House canceló la prevista publicación de los ensayos políticos de Norman Mailer por las objeciones de uno de sus empleados al título de uno de esos textos, El negro blanco, escrito en los años 50.
Toda esta oda a la estupidez procede de una visión integrista del pensamiento woke y la cultura de la cancelación, que pretende eliminar cualquier obra que se considere hoy políticamente incorrecta, independientemente de que se creara ayer o hace 5.000 años. Eso lleva a que una escuela pública de Barcelona retire de su biblioteca Caperucita Roja y La bella durmiente, al ser «tóxicas» por sus «estereotipos sexistas», o a que en Estados Unidos se censuren Las aventuras de Huckleberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Se atacan o derriban en todo el mundo con similares argumentos, defendidos desde la izquierda, estatuas de próceres de hace cientos de años que no se ajustan al actual canon de lo políticamente correcto.
Esto me parece a mí una locura. Pero lo que me extraña es que, con la honrosa excepción de Antonio Muñoz Molina, que lo criticó públicamente en su día, nadie en la izquierda española vea nada inapropiado en el hecho de que Almudena Grandes, de actualidad estos días por su reciente fallecimiento, escribiera —no hace 2.000 años, sino en el 2008—, el siguiente texto sobre la imaginaria violación en la Guerra Civil de la monja conocida como Madre Maravillas: «¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y —mmm!— sudorosos?». Y no porque sea una beata de la Iglesia católica, sino porque se trata de una mujer. Y de banalizar una violación. Hasta ahí, sin embargo, no llega la cultura de la cancelación. El texto de Grandes sigue ahí, al alcance de todos, incluidos niños de siete años, en el medio que lo publicó. Yo defiendo su libertad de expresión. La de Almudena Grandes, y la de Semónides. Pero eso no significa que los considere ejemplares.