Ser nacionalista tiene en España un montonazo de ventajas. Las disfrutan los partidos que militan en esa religión, pues de eso se trata de en realidad: de creer en lo que no vemos (la nación). Y también los que personalmente se adscriben de un modo u otro al movimiento nacionalista, quienes tienen asegurado que su boleto tendrá premio si llegado el momento hiciera falta.
En realidad, tales ventajas no se derivan de la presunta racionalidad de los mitos y reivindicaciones de los nacionalismos, que se reducen a una idea tan simple como vacía: somos mejores que los demás. Piensen en Trump, Marine Le Pen, Salvini o Bolsonaro y en los que con idéntico ardor defienden, entre nosotros, eso que llaman las naciones sin Estado. No: lo cierto es que las ventajas colectivas e individuales de las que ha gozado aquí el nacionalismo desde siempre son vicarias, pues se las conceden los partidos que, aun compitiendo con ellos, les reconocen superioridad moral a sus ideas y aspiraciones.
Esa es, de hecho, la gran diferencia en este punto entre España y el resto de las democracias: fuera de nuestras fronteras los no nacionalistas someten a una dura crítica el postulado básico de los nacionalistas (quien no está con nosotros es un traidor) mientras aquí importantes partidos (del PSOE a Podemos) han comprado la averiada mercancía que venden los que dicen luchar por la libertad de su pueblo discriminando cuando gobiernan, e incluso cuando no, de todos los modos imaginables, a la parte de ese pueblo que no comparte sus prejuicios. Solo así cabe explicar que la violación por los nacionalistas del principio esencial de toda sociedad civilizada —el cumplimiento de las leyes— sea justificada por partidos no nacionalistas.
Pero lo más increíble no es que el Gobierno haya indultado, habiendo poderosísimos motivos para no hacerlo, a los presos del procés. Ni siquiera que vaya a acabar poniendo en libertad a los presos de ETA, que cumplen largas condenas por crímenes horrendos, en dos tiempos que se han milimetrado a la perfección: primero transfiero al País Vasco la competencia en prisiones, lo que ningún gobierno había hecho hasta la fecha, y luego traslado a cárceles vascas a los etarras para que el hermano PNV aplique el régimen abierto a todo quisque, como ya se hizo en Cataluña.
Las razones del Gobierno, que no tiene otro principio para actuar como lo hace que seguir en el poder a cualquier precio, son fáciles de aclarar: ha aceptado que está cogido por el cuello y debe cumplir lo que exijan sus socios parlamentarios, por más inicuo y escandaloso que aquello pueda ser. Lo que no llega a entenderse es cómo millones de ciudadanos son capaces de comulgar con tan formidables ruedas de molino y a aceptar que los nacionalistas, como los piratas, deben tener patente de corso para delinquir. ¿Quizá por qué creen que la responsabilidad final de tales crímenes la comparten también, a fin de cuentas, quienes los han sufrido en sus derechos o en sus carnes? Da pavor solo pensarlo.