El fútbol cumple una premisa del capitalismo: el aprovechamiento privado de un hábito social, un deporte de masas. La FIFA, entidad privada, se va a llevar miles de millones por el Mundial de Catar, evento populista en un emirato absolutista. Mbappé, delantero francés de origen argelino-camerunés, va a salir barato por 200 millones de euros, más variables, porque va a marcar una época, llena de balones de oro y merchandising. El fútbol depende hoy de clubes transformados en empresas, multinacionales de prendas sport, periódicos especializados, cadenas de televisión, plataformas digitales, fondos de inversión, magnates y jeques. Hace unas décadas, los clubes eran sociedades deportivas, cuyos ingresos provenían de la venta de entradas y apenas de los derechos televisivos. Con la caída del muro de Berlín, el liberalismo lo impregnó todo, los clubes se convirtieron en sociedades anónimas y los fichajes se encarecieron de modo exponencial. Los aficionados dejaron ser dueños de los equipos, los clubes pequeños dejaron de tener opción en las nuevas competiciones y los partidos televisados dejaron de ser gratis. El capital requería libertad y estabilidad. La globalización no impidió que el fútbol mantuviese un modelo centro-periferia. Una docena de equipos europeos seguirían siendo el núcleo del negocio. Hasta se atrevieron a proponer una superliga, una oligarquía en la que tendrían plaza y beneficios garantizados. Ni el Liverpool, club de la clase trabajadora, pudo resistirse a la tentación, si bien tuvo que renunciar en cuanto sus hinchas se pusieron a cantar el You’ll never walk alone. Cualquier marxista admitiría que el fútbol, convertido en mercancía, satisface necesidades. Son necesidades creadas que, con la globalización, llegan hasta la sabana africana, donde un niño acaba deseando la camiseta de su ídolo.
Las selecciones son símbolos de la identidad nacional, pero los clubes también. Sin embargo, los más ricos configuran sus plantillas a golpe de talonario, importando jugadores de todo el mundo. Se dan situaciones paradójicas. Por ejemplo: el Barcelona, más que un club, símbolo del nacionalismo catalán, aporta a la selección española muchos jugadores, a diferencia del Real Madrid, símbolo del nacionalismo español, que cuenta con una plantilla repleta de extranjeros. El fútbol es así. El capitalismo y el nacionalismo son lo que son.