En Pyongyang, la capital de Corea del Norte, ha aparecido un grafiti que reza así: «Kim, eres un hijo de la gran p…, el pueblo se muere de hambre por tu culpa». Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Este Kim, por supuesto, es Kim-Jong-un, el líder supremo del país, y una pintada así es algo bastante excepcional en Corea del Norte. Y no porque no haya muchas personas que compartan esa opinión tan sucintamente expresada, sino porque lo que aquí llamamos, un poco exageradamente, arte urbano está allí gravemente penado. Especialmente, llama la atención que la pintada haya aparecido en la capital, donde solo se puede residir con un permiso del Partido y miles de cámaras acechan por todas partes; y que haya sido, además, en el barrio de Pyongchon, donde reside la élite. Naturalmente, la policía acordonó la zona de inmediato y borró la frase. Haciendo un repaso de posibles sospechosos, seguramente alguien se habrá acordado de un coronel del ejército al que en el 2018 sorprendieron decorando el centro de Pyongyang con eslóganes parecidos. Pero lo habrán descartado en seguida, porque alguien más se habrá acordado entonces de que aquel hombre fue ejecutado poco después y toda su familia enviada a trabajos forzados.
A partir de ahí, lo que ha hecho la policía norcoreana tiene hasta algo de poético. En lo que a mí se me antoja una versión siniestra del cuento de La Cenicienta, cientos de agentes están yendo puerta a puerta por todo el barrio de Pyongchon solicitando una prueba caligráfica de cada uno de sus habitantes. Me imagino a los pobres vecinos, trazando con mano nerviosa los caracteres del hermoso alfabeto hangul que se emplea en Corea, el que inventó el rey Sejong el Grande en el siglo XV, y que es una genialidad en la que los signos están basados en la forma de la boca al pronunciar cada sonido. Antiguamente, los coreanos usaban los caracteres chinos, que no son adecuados para su idioma, por lo que Sejong decidió crear una escritura sencilla que facilitase la alfabetización (para que aprendiesen a escribir, se decía en un edicto real, «incluso las mujeres y los pobres»). Y realmente es fácil. Dice un clásico coreano que «un sabio no necesita más que una mañana para aprender el hangul, pero incluso a un tonto le bastan diez días». Cuando me interesaba por estas cuestiones, a mí me llevó nueve, o sea que por los pelos.
En todo caso, y como siempre con Corea del Norte, la información sobre la pintada de Pyongyang es muy escueta y me faltan detalles que querría conocer. Me gustaría saber, por ejemplo, si el grafitero habrá empleado alguno de los estilos de los grandes maestros de la caligrafía coreana: los trazos angulosos característicos de Sojeon o la elegante técnica palaciega de la célebre Gamul. O quizá los atrevidos caracteres de distintos tamaños y grosores que puso de moda Pyeongbo, otro gran calígrafo contemporáneo cuyo trabajo vi una vez en una exposición. Aunque imagino que en esas circunstancias uno no está para florituras. Sobre todo, me interesaría mucho saber cómo conduce la policía su investigación caligráfica. Y a falta de datos, quiero imaginarme que, para poder comparar mejor, los agentes estarían obligando a los sospechosos a redactar exactamente la misma frase de la pintada. Y así, esa frase la van escribiendo, con miedo, pero en muchos casos con un secreto placer, uno tras otro, todos los habitantes de la gran ciudad. Hasta que en la comisaría de Pyongyang se acaban amontonando decenas de miles de cuartillas con la expresión «Kim, eres un hijo de la gran p…, el pueblo se muere de hambre por tu culpa».