Durmiendo con su enemigo es el título de una película de suspense, perfectamente prescindible, que en 1991 hubiera pasado desapercibida por completo de no ser porque la protagonizó una preciosa Julia Roberts, que el año anterior se había convertido en estrella planetaria con ese cuento de cenicienta revisado que era al cabo Pretty Woman.
Dicho lo cual, hay que aclarar que la mala costumbre de dormir con enemigos es, por lo que se ve, más común de lo que podría parecer. Sánchez nos contó en el 2019 la milonga de que nunca gobernaría con Iglesias, dado que sería en tal caso incapaz de pegar ojo. Pero, a los pocos días, se metió en la cama con él (ustedes me entienden) sin que ello, por lo que se ve, afectase a su sueño para nada. Más bien todo lo contrario, pues, careciendo de escrúpulos, con 155 diputados se duerme mucho mejor que con solo 120. Desde entonces, y con el mismo objetivo de pactar con el diablo si tal cosa fuera necesaria, la tendencia a dormir con enemigos —si no del presidente, sí desde luego del país— se ha convertido no ya en costumbre, sino en vicio: primero fue ERC, a la que hubo que blanquear por todo lo alto, dada su reciente participación en un fallido golpe de Estado contra la unidad de España y la Constitución que la proclama; luego vino EH-Bildu, cuyo proceso de blanqueo, aun en marcha, necesita de mucho más detergente y estropajo dada la querencia de los socios exetarras del Gobierno a homenajear a terroristas y a no condenar sus crímenes horribles.
Pero el irrefrenable extravío de dormir con enemigos ha llegado en el caso de Sánchez a extremos de auténtico delirio, como lo ha demostrado estos días el hecho de que varios de sus ministros (entre ellos Irene Montero y el flamante de Universidades) hayan declarado estar a favor del derecho de autodeterminación de Cataluña, lo que demuestra que por el lado del extremismo identitario (se trate de la identidad de género o de identidad territorial) el Gobierno español es un saco donde cabe cualquier cosa y cuanto más reaccionaria, mejor.
Los gobiernos de coalición —en contra de lo que creen los ingenuos y quienes no saben del asunto una palabra— tienden siempre a funcionar peor que los monocolores, aunque haya excepciones que, por serlo, ejemplifican esa regla: Bélgica o Italia llevan años demostrándolo. Pero cuando las circunstancias del caso hacen necesario que varios partidos se coaliguen para poder gobernar juntos, la condición sine qua non es que en lo fundamental haya entre ellos un acuerdo político e ideológico.
Por eso, el radical desacuerdo interno en el Gobierno de España respecto al tema estructural más importante en la política nacional desde hace casi veinte años —el tratamiento que debe darse al desafío independentista catalán— es más que un auténtico esperpento. Es la demostración palpable de que el presidente está dispuesto a todo con tal de conservar el puesto gracias al cual, entre otras muchas canonjías, viaja sin tasa al parecer en el avión Falcon que todos le pagamos.