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Conocí a Pedro Arriola en varios momentos de su vida. Uno de ellos, el primero, como marxista convencido. No creo que haya militado en ningún partido, pero su primer asomo a la política fue como rojo. Le gustaba definirse así y durante toda su vida, incluso diseñando estrategias para el Partido Popular, no podía prescindir de sus raíces ideológicas. Lo habían enganchado cuando estudiaba Económicas en Sevilla y más tarde Políticas en la Complutense de Madrid. Durante algunos almuerzos hemos recordado las carreras delante de los grises en el campus de la Ciudad Universitaria.
Encontró empleo, sorprendentemente, en la CEOE, organización nada de izquierdas, y ahí conoció el entramado empresarial. Asesoró al presidente de Telefónica, Juan Villalonga, tampoco muy de izquierdas. Y, cuando el felipismo se agotaba, y José María Aznar volaba hacia la Moncloa, se fijó en Arriola, habló con él, le propuso un contrato y él se dejó fichar. Y lo que son las ironías de la vida: Arriola alquiló un chalecito en un barrio de Madrid para trabajar para el PP. Justo enfrente vivían Víctor Manuel y Ana Belén, cuya simpatía por el partido conservador es perfectamente descriptible.
Cuando ocupó aquel chalecito, no podía imaginar que sería el primer estratega de la derecha. Sorprendió a quienes le conocían. Y sorprendió, sobre todo, a quienes conocían a José María Aznar y la firmeza de sus convicciones. Muchos de ellos le dijeron a Arriola que su trabajo sería inútil. Pero no lo fue. Consiguió demostrar que un líder necesita un asesor, pero con tres condiciones: lealtad, sentido común y gran formación. Pedro Arriola tenía esos tres valores y añadía alguno más: intuición, capacidad de trabajo y de análisis y dominio de los tiempos.
Ignoro cuál fue su relación con Miguel Ángel Rodríguez, pero creo intuir que MAR le aportaba a Aznar la osadía juvenil y le inspiró el célebre «váyase, señor González». Arriola era la reflexión, el estudio sociológico, y el manejo de las tendencias de opinión. En su despacho se elaboró mucha doctrina aznarista. De su cabeza salieron diseños de estrategia. Me sorprendía su cálculo del tiempo en que una noticia de empleo, buena o mala, tardaría en tener efectos en el electorado. Y eso lo convirtió en un analista a cuya fuente acudimos muchos escribidores, pero no a buscar información, sino claves que nos ayudaran a entender determinadas políticas.
Su trabajo resultó tan útil que Rajoy le pidió que continuara y continuó. Nunca quiso tener un puesto en el Gobierno. Es más: presumió de asesorar a los presidentes del partido, pero no a los presidentes del Gobierno. Tampoco tuvo coche oficial ni despacho en la sede del PP. Era su forma de salvar su independencia sin contaminaciones de partido. Casado con Celia Villalobos, nunca conocí a una pareja tan diferente en su forma de ser. Pero esa es otra historia.