Debe de ser complicado ser eurofan todo el tiempo. Los miles de espectadores que andan airados estos días por el recuento y la actuación del jurado del festival de Benidorm han experimentado por unas horas algo con lo que los fieles a Eurovisión han aprendido a convivir: el eurodrama. No hay festival sin líos geopolíticos y sospechas de favoritismo, lo que también puede servir cuando es preciso como coartada para jugar con las cartas marcadas.
Pero un fracaso preeurovisivo como el de Tanxugueiras y Rigoberta es en realidad un triunfo. Algo parecido a lo que cuenta Raphael en el segundo capítulo de su documental Raphaelismo al rememorar sus dos participaciones en el festival en 1966 y 1967. Perdió las dos veces, pero lo vivió como un éxito personal por el apoyo popular, con buses llenos de «muchachitas yeyés» que acudían a recibirlo. «No gané, pero sí gané», asegura. La prensa vivió su derrota como una afrenta y acusó a los escandinavos de votarse entre sí. El jurado español señaló al vencedor del primer año por cantar sentado al piano mientras que los demás actuaban de pie. Y el segundo año acusó a la británica Sandie Shaw de actuar descalza para llamar la atención. Para Raphael, el vencedor moral, fue un golpe de suerte. «Gané el que me conocieran millones y millones de personas. Además quedé ante los ojos de todo el mundo como la gran víctima y mejor que eso es imposible».