De las muchas innovaciones introducidas por Sánchez en el funcionamiento de nuestro sistema político (todas malas), la principal ha consistido en gobernar sin mayoría parlamentaria. De hecho, quienes suelen permitirle en el Congreso de los Diputados sacar adelante sus propuestas dejaron claro desde el principio las condiciones en que habían hecho a Sánchez presidente: que no se comprometían a sostener al Ejecutivo en adelante, de modo que las votaciones deberían negociarse una a una.
Por eso, aunque por pereza intelectual hablamos de mayoría Frankenstein (usando el nombre que le dio el socialista Rubalcaba), lo cierto es que el pacto que mantiene al presidente es Frankenstein (un monstruo construido con retazos humanos de muy distinta procedencia) pero no una mayoría parlamentaria-gubernamental (es decir, una mayoría estable que se compromete a apoyar un programa de Gobierno) sino una mera componenda. O sea un arregliño, en el que a cambio de votar las propuestas que presenta el Gobierno de coalición (que lo es también de aquella manera) sus principales apoyos hipotéticos (ERC y Bildu) exigen lo que quieren.
Empezando, claro, por lo fundamental: blanquear como democráticos a un partido golpista (ERC), cuyos principales dirigentes estarían en prisión de no ser porque el Gobierno los sacó de ella mediante un indulto vergonzoso, y a otro (EH-Bildu) que sigue defendiendo los miles de crímenes de una banda de asesinos.
Envalentonados los socios con esa concesión —dar carta de demócratas a quienes no lo son en absoluto— lo demás ha venido por añadidura: dinero a mansalva, privilegios para los etarras, poder territorial y lo que fuera necesario, lo que ha ido permitiendo al Gobierno (en propiedad a los dos que dirige Pedro Sánchez) salir adelante ayudado por unos principios de los que carece el presidente y una ideología acomodaticia como pocas. Y en las contadas ocasiones en que sus socios de conveniencia se han plantado, han obligado a Sánchez a pactar a discreción. O con Vox, que pasó en un tris tras, en boca del presidente, de extrema derecha a partido de Estado. O, como ayer, con el autobús de fuerzas y fuerciñas que apoyaron la reforma laboral -empezando por Podemos, que se ha traicionado a sí mismo con una cara dura y alegría prodigiosas-, salvada in extremis por el error de un diputado del PP.
Dada la improbabilidad del sí de Ciudadanos (aunque vaya usted a saber) a otros proyectos esenciales para el Gobierno o una de sus partes (vivienda, memoria democrática, identidad de género) la pregunta es si la ruptura de ayer de la componenda Frankenstein dará lugar a la caída del Gobierno. Yo no lo creo por una sencillísima razón: nadie renuncia a un buen chollo (y el que tienen ERC y HB-Bildu es formidable) mientras puedan seguir sacándole sustanciosos beneficios. Ni ningún presidente con tanto gusto por los aviones oficiales se arriesgará a perder tan alta canonjía por un quítame allá esa reforma laboral. Los chollistas harán un poco de teatro y proferirán mil amenazas para luego seguir a la faena. Y si no al tiempo.