El club de los poetas muertos es el título de una película cuyo guion, la periodista norteamericana N. H. Kleinbaum, adaptó al formato de novela. En ella nos dice que no leemos o escribimos poesía porque sea bonita, sino porque somos humanos y la raza humana está llena de pasión; que la poesía es belleza, y el amor, el romanticismo, nos mantienen vivos. El diccionario define pasión como «sentimiento vehemente, capaz de dominar la voluntad y perturbar la razón, como el amor, el odio, los celos, o la ira intensos». Preguntémosle a Skakespeare.
Seguimos siendo humanos. Sin pasión no hay vida, pero si es excesiva puede acabar con ella. ¿Cómo explicarlo? Hemos de aprender a aceptar la lucha inherente a las contradicciones porque todo se desarrolla en los límites de esa tensión. Platón —siglo IV a.C.— lo dejó claro al destacar que una de las actividades del alma está relacionada con las tendencias más primarias e irracionales, y nos recuerda que es la parte más elevada del alma, con su poder de ejercer control, la que no debe permitir que la pasión nos desborde. El proceso educativo es imprescindible.
A pesar de la apariencia, de la claridad de la palabra, del orden del espectáculo, de la maestría en la puesta en escena de la obra artística, es la fuerza irracional de la pasión la que alimenta —como el agua que hace crecer a los seres más pequeños— la belleza en su conjunto que se pone de manifiesto en el arte. Hasta tal punto es dolorosa la vida del artista moviéndose sin cesar entre esa dialéctica: la pasión que le devora y le corroe el interior, que le amenaza con el desbordamiento que convertiría su trabajo en incomprensible, y la necesidad de plegarse a la forma —bien sea escultura, género literario, arquitectura, danza, música, etcétera— que debe ser asimilable para el receptor a quien va dirigido. Con la conciencia de un mendigo, el porte y la elegancia en todo su ser, debe recorrer las alfombras rojas de los paraísos del glamour. No hay subvención ni ayuda estatal capaz de compensar esta tarea. El que vive una pasión —existencial, amorosa, vital o artística—, está condenado al infierno. Sus brazos se asemejan a la imagen del condenado suplicando huir de las llamas; su rostro, en ocasiones, puede descansar del aspecto terrible del dolor, y su alma, solo por milagro, alcanzará satisfacción cuando sienta el enfriamiento progresivo de la fiebre de su pasión que, por piedad de las alturas, la consumación le entregará como plenitud y vida brillando entre destellos de luz.