De familia humilde, adolescente pandillero, mediocre agente del KGB, conseguidor con el corrupto alcalde de San Petersburgo Anatoli Sobchak, a cuya sombra creció; cuando este perdió las elecciones, Putin se fue a Moscú y volvió a demostrar sus dotes de trepa. Fue nombrado director del FSB (sucesor del KBG), se arrimó al patético presidente Yeltsin, que le hizo primer ministro y lo ungió como sucesor. Era un desconocido, pero varios atentados en Moscú, aún no esclarecidos, aumentaron meteóricamente su popularidad. Sin pruebas, se los atribuyó a terroristas chechenos y prometió perseguirlos hasta el retrete y liquidarlos. Fue a la guerra en Chechenia y ganó las elecciones del 2000. Su padrino lo llamó para felicitarlo. No le devolvió la llamada. La cámara siguió grabando durante una hora y media a un atónito Yeltsin. Y así, 22 años de poder cada vez más autocrático, hasta la invasión de Ucrania. En estos momentos resulta muy interesante ver la excelente miniserie documental de la BBC De espía a presidente (Movistar+), que desvela las raíces del mal, y traza un perfil siniestro de este hombre frío, carente de empatía, capaz de todo, sin límites morales, que no soporta la crítica ni tiene piedad con los que considera traidores. Ahora Putin despliega todo su potencial dañino y desructivo acumulado. Su receta es la brutalidad: en Rusia, donde sus opositores han sido asesinados o encarcelados, o en Chechenia, Georgia, o Ucrania. Ni se olvida ni se perdona, reza el código del espía, según se dice en el documental. Y así es en su caso, el resentimiento y la venganza, típicos del don nadie gris que se convierte en dictador, esquema que se ha repetido en la historia, forman parte del ADN de Putin.