Cuando era una adolescente mi padre estaba obsesionado con que mis hermanos y yo apreciáramos el valor de las cosas y tuviéramos bien claro que nuestro nivel de vida era fruto del trabajo. En verano, cuando le parecía que ya llevábamos demasiado tiempo de vacaciones, nos mandaba recoger todo y volver a Lugo a trabajar en la empresa.
Mi queja era siempre la misma: ¿por qué me tengo que ir mientras mis amigos siguen de vacaciones? Su respuesta era siempre la misma: porque tú no eres como tus amigos, tú tienes una empresa, una empresa es una responsabilidad, es el medio de vida de mucha gente. Mi padre plantó en mi mente la ambición de algún día estar al frente de una compañía.
Trabajé en la empresa familiar y, a pesar de que cumplía como los demás, no era capaz de quitarme de encima esa sensación de que no se veía, de que no me veían. Era la hija del jefe y en su cabeza parecía que mis logros solo eran el resultado de ser «la hija de».
Me fui de la empresa familiar a terminar los estudios universitarios en Inglaterra y a trabajar en Londres. Después a Madrid, a estudiar un MBA e integrarme en otra empresa en la capital.
La segunda vez que volví a trabajar en la empresa familiar sentí que por primera vez la gente me veía. Ya no estaba allí por ser «la hija de», había demostrado que me podía ganar la vida por mí misma. Aún así, muchos de los que no sabían mi historia, seguían sin considerarme, seguían asumiendo que el único mérito para merecerme el puesto era ser «la hija de».
Cuando me casé y decidí apoyar la carrera internacional de mi marido, moviéndome con él de país en país, pasé a ser «la mujer de». No importaba que tuviera un MBA, idiomas, experiencia de trabajo internacional y las ganas de abrirme camino por mí misma. No lo veían, «la mujer de» no podía ser una mujer completa; según ellos, no tenía necesidad.
Nacieron mis hijos y pasé a ser «la madre de». De nuevo, al parecer sin identidad propia. Mis aspiraciones no parecían importar a nadie, ahora se asumía que toda mi ambición se debía centrar en cuidar de mis hijos; una vez más, la Carmen completa invisible al mundo.
Al fallecer mi padre, muchos asumieron que la empresa se vendería. Tenían claro que una «hija de», «mujer de», «madre de» no sería capaz de sacarla adelante. La Carmen fuera de esos parámetros era invisible, ni siquiera interesaba conocerla, como si no existiera.
Ya han pasado tres años y, a pesar de todos los retos que he tenido que superar, aún sigo de pie, sin tambalearme, afianzando el futuro del grupo familiar. Y la gente me ha empezado a ver, y el reconocimiento ha empezado a llegar. Y, curiosamente, me ha hecho sentir incómoda, como si no lo mereciera. ¡Qué irónico! Carmen invisible también para la propia Carmen, otra víctima del sesgo inconsciente, del dar por descontado lo que hacen las mujeres, como si no tuviera ningún valor.
Afortunadamente, de la ambición que mi padre sementó en mí ha surgido una gran capacidad de reflexión que me ayuda a ser consciente de esas sombras que todos tenemos y me mantiene enfocada en lo que puedo mejorar.
Las mujeres somos mucho más que «hijas de», «esposas de», «madres de». Somos seres completos con nuestra propia identidad y nuestras propias ambiciones, tan importantes como las de nuestros maridos e hijos. El que otros no nos quieran ver no significa que seamos invisibles.