Me acerqué a la feria a comprar unos grelos y saludar a un matrimonio mayor que me surte de unos chicharrones memorables. Mirando los puestos llamaba la atención que en los regentados por subsaharianos, donde venden relojes, carteras y otras baratijas, predominaran todo tipo de transistores. Hace años que sufro la tiranía de las nuevas tecnologías y, muy especialmente, el cabreo sordo que provoca estar en un hotel armado de iPhone, portátil y tableta y ser incapaz de poder escuchar el parte de la radio. Unas veces falla la wifi, otras la cobertura, otras la batería y otras son los duendes tecnológicos que abusan de la debilidad del analfabeto electrónico. Como respuesta a tan penosa situación, opté por llevar siempre en la maleta un pequeño e infalible transistor de supervivencia que jamás me dio otro problema que cambiar las pilas.
Dejé de sentirme un bicho raro cuando recientemente vino a pasar unos días a casa mi hermana mayor y al retirarse a dormir preguntó, cómplice y temerosa: ¿no tendrás un transistor? Reconfortó saber que no era el único transistófilo clandestino.
Siguiendo las noticias de esta guerra anacrónica que nos asola, escuché que la población ucraniana ha hecho acopio de transistores para mantenerse informados, más concretamente para sintonizar la onda corta. También leí que uno de los elementos que conforman el kit de supervivencia frente al temido Gran Apagón era un transistor.
Y es que hemos llegado a un punto de la evolución donde el dilema está entre surfear la ola continua de los nuevos avances tecnológicos o quedarse en la orilla escuchando el transistor. Un punto en que el Bic cristal, la libretilla de hule negro, el monedero de cremallera, la cocinilla de gas y la mantita eléctrica vuelven para paliar la ebriedad del progreso.