Me citó en la estación de Princeton Junction un día de hace ahora cuarenta años. Por toda información añadió: «Dicen que me parezco a Alfonso Guerra». Estaba solo en el andén cuando el tren se detuvo. Lo del parecido era cierto. Yo acababa de llegar a los EE. UU. con mi Fulbright y él me había aconsejado que me incorporara al Departamento de Historia de John Hopkins, «el mejor a día de hoy», añadía en su carta. Luego vino un breve saludo inicial y el camino hasta su despacho, del que recuerdo una larga estantería repleta de libros y una mesa de trabajo donde una enorme pantalla de ordenador dejaba ver un texto dispuesto en vertical, a modo de página de libro. No era otro que la biografía del conde-duque de Olivares que Yale publicaría un par de años después. Inolvidable también el paseíllo por delante de los anaqueles repletos de libros. «¿Conoces este? ¿Y este?», me preguntaba. La escena me ha recordado siempre la del barbero y el cura que luce en el Quijote. Creo que estaba examinándome. Almuerzo a continuación en el comedor del Institute for Advanced Study y paseo por el campus con presentaciones que difícilmente se le olvidan a uno: Lawrence Stone, Natalie Zemon Davies… Nos despedimos.
Volvimos a vernos un par de años después, en 1987, cuando John organizó en Toro un congreso conmemorativo de los cuatro siglos del nacimiento del conde-duque, al que tuvo la gentileza de invitarme. Ese mismo año viajamos de Santiago a Salamanca a fin de asistir a otra reunión de historiadores, esta vez en compañía de su esposa Oonah, tras un par de días haciendo turismo por Galicia del que recuerdo parada en Lugo para un cocido y conmovedora visita en A Coruña a la tumba de Sir John Moore, ante la cual John recitó un poema en su honor.
El conjunto de su obra constituye un patrimonio impagable. La biografía del conde-duque catapultó al profesor Elliott hasta la obtención del premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1996) e hizo accesible a eruditos y profanos un tiempo de la historia de España de singular trascendencia. Junto con su España Imperial, 1469-1716 y La rebelión de los catalanes, proporcionó a generaciones de españoles un conocimiento de nuestro pasado de los que solo ocurren muy de tarde en tarde. Cuando hablé con él, el pasado verano, seguía trabajando en su libro sobre el imperio portugués, que adivino contrapunto de su Imperios del mundo atlántico. Proyecto truncado. El pasado noviembre lo encontré tan lúcido como siempre, conferenciando sobre el fenómeno del valimiento a escala europea. Siempre admiré en él su singular actitud de observar los fenómenos históricos desde ambas orillas del Canal. No es algo que se estile entre los historiadores británicos, casi siempre muy «parroquiales». Elliott, por el contrario, miró siempre a Europa y por supuesto a España. En cierta ocasión le dije que tenía la impresión de que cuando entre sus colegas se planteaba un determinado tema de interés historiográfico y parecía de rigor echar la vista al otro lado del Canal, se acudía a él para que se ocupase del asunto. Su modo de hacer historia se movió en todo momento sobre el terreno de la comparación, tanto en los tiempos como en los espacios. Fue, además, un maestro en el sentido más cabal y exhaustivo del término, esto es, en lo personal y en lo académico. Descanse en paz.